No deja de repetirse la idea de que la universidad ha de adaptarse al mercado y a los nuevos tiempos. Incluso desde ópticas muy diferentes, lo que nos indica la necesidad de repensar la universidad desde planteamientos críticos y en toda su complejidad. Lo cual no es tarea fácil por la propia complejidad de la institución universitaria, y por el patrimonio indudable que atesora. El pasado día 30 se podían leer en ABC las palabras de Manuel Castells, quien afirmaba categóricamente que «la universidad es una institución burocrática que no se adapta, que retiene los privilegios del profesorado y que no responde ni a las demandas de la sociedad ni a las necesidades de los alumnos», pronunciadas durante el seminario internacional Cambios transformadores en la educación: un enfoque sistémico, que ha tenido lugar estos días en Barcelona. El catedrático de la Universitat Oberta de Catalunya, uno de los más prestigiosos investigadores españoles en Comunicación, y de mayor reconocimiento internacional, basaba su apreciación en la transformación que las tecnologías digitales han provocado en las funciones de la universidad, en la importancia del profesorado y en la cooperación interdisciplinar. No le faltan argumentos al académico español para realizar tales afirmaciones, pero descontextualizadas pueden generar, a mi entender, un efecto inmerecido sobre la imagen de la institución universitaria, que en estos momentos solo favorece a quienes parecen tener como objetivo el desmantelamiento de la universidad pública. La universidad española adolece de un análisis riguroso de sus funciones, que ha de ser llevado a cabo en primer lugar desde dentro del propio sistema universitario, por quienes tienen un conocimiento directo de su realidad. La voz de Castells es, en este sentido, una voz autorizada, cuyos razonamientos nos han permitido en muchas ocasiones entender mejor el papel de las tecnologías en nuestro modelo de sociedad. Sin embargo, hay que huir de planteamientos maximalistas y pretendidamente innovadores que no impliquen la renovación en la práctica de las rutinas profesionales en el seno de la universidad; o dicho de otro modo, debemos dejar de hablar tanto de la excelencia universitaria, como un objetivo al que tender cuando en realidad no se tiende, pues la excelencia no deja de ser una palabra vacía, utilizada para justificar la supuesta ineficacia de la universidad actual y la necesidad de transformarla. Pero ¿cuáles han de ser los objetivos de esa transformación? Precisamente, en esto no parece que haya mucho acuerdo. Ciertamente, la universidad está muy burocratizada y ha de afrontar cambios, pero hay que empezar mejorando los procesos de trabajo actualmente existentes, que no han sido evaluados adecuadamente para ser mejorados.

Acabemos con tantos procesos de mejora y de evaluación de servicios que ocupan todo el tiempo de profesores, investigadores y administradores, sin que mejoren con ello la calidad de los mismos. Se confunden los protocolos para mejorar la calidad de los servicios con la calidad misma. Ocupamos mucho tiempo en cumplimentar documentos que siguen unos procedimientos muy rígidos, sin dedicar tiempo apenas a su implementación, evaluación y mejora de la calidad propiamente dicha. Falta asimismo estabilidad en el propio sistema universitario, que no puede estar sujeto a tantos cambios legislativos y normativos, que nos sitúan siempre ante un escenario de incertidumbres y de provisionalidad. Los continuos cambios en las enseñanzas universitarias (grados, másteres, doctorados) nos introducen en una dinámica perversa que impide al profesorado enseñar e investigar con calidad, entre otras cosas por falta de tiempo. No digamos, de la perversión propia de una carrera docente muy exigente que obliga al profesor a estar permanentemente sometido a distintos procesos de acreditación. ¿A qué privilegios del profesorado se refiere Castells? ¿Al sueldo, cada vez más recortado, a la dedicación docente, cada vez mayor? ¿O quizás a los presupuestos para investigación, claramente insuficientes? Estoy convencido de que nuestra universidad ha de reubicarse en la sociedad y ha de estar más atenta a los nuevos tiempos, pero sería injusto considerar que la universidad actual no funciona, y que hay que transformarla radicalmente. ¿Cuál sería en ese caso la dirección? Mi experiencia me dice que los teóricos que han profetizado, desde la academia o desde la política, el futuro reciente no han acertado mucho. Nuestra sociedad es ahora más desigual que antes, y las tecnologías no han resuelto el declive económico, social y cultural que han acompañado a su desarrollo, porque, entre otras cosas, no están en las tecnologías las claves principales para salir de la crisis general que padece el mundo de hoy. La solución está antes que en ningún otro sitio en una política económica más justa y redistributiva, y en el fortalecimiento de la democracia. El uso de las tecnologías, digitales o no, habrán de estar siempre supeditadas a los intereses generales de la sociedad y al bien común. Es cierto también que la universidad ha de estar atenta a la evolución del mercado, pero ¿a qué mercado? ¿A éste que aboca a millones de trabajadores al paro y que enriquece a los que más tienen? ¿A éste para el que somos meros consumidores? Esto de los nuevos tiempos no deja de ser un eufemismo, porque probablemente en lo esencial sigamos estando en el mismo mundo de antes, es decir en el de un capitalismo feroz que es capaz de sacrificar la democracia con la promesa de un mundo mejor. ¿Son estos los nuevos tiempos? Lamentablemente, la historia no siempre resuelve bien sus problemas. En medio de este panorama, la universidad sigue siendo, sin embargo, un espacio de pluralismo y de crítica, de innovación y de creación, y a ello no debemos renunciar. No vaya a ser que los nuevos tiempos acaben engullendo uno de los pocos espacios de libertad que siguen quedando. Los nuevos tiempos no parecen buenos para la lírica.

Juan Antonio García Galindo es Catedrático de Periodismo de la Universidad de Málaga