La escena no tiene desperdicio: Ciudad de la Justicia. Once de la mañana. Numerosos letrados enseñan su carné al guardia civil que custodia la puertecilla de entrada al recinto. Algunos aguardan una tediosa cola que se consume rápido. Y entonces llega ella. Sin mostrar su acreditación, saltándose a los que esperan y sin saludar siquiera al sufrido funcionario del instituto armado, que con flema británica le dice a la susodicha: «Disculpe, por lo menos diga buenos días». «Soy letrada del Estado», dice ella por toda respuesta. Sonríe y se va. Y el curtido agente se vuelve al resto de los que esperan con una media sonrisa cómplice que delata a las claras que se siente en paz consigo mismo tras haberle dado una lección de educación a quien más la necesita.

La situación, anecdótica, revela aquello que ya han apuntado numerosos articulistas de postín en infinidad de medios: no sólo sufrimos la embestida de un brutal tsunami económico y financiero, ni recogemos únicamente los frutos envenenados de nuestra inflada arquitectura institucional, sino que la sociedad se haya inmersa en una profundísima crisis de valores en la que el sentido común ha sido devorado por el oportunismo y el chiste fácil, y la cultura del esfuerzo se ha hundido en la inmunda ciénaga del igualitarismo embrutecedor que, más que igualdad de oportunidades, preconiza la uniformidad de metas, sin tener en cuenta que todos somos distintos. Muerte a la meritocracia.

Para hablar de la deriva moral en la que andamos inmersos, no sólo podemos fijarnos en el gesto de la letrada del Estado, sino que también podemos mirar al Gobierno, por ejemplo, pues inmoral es que nada se haya hecho para reformar la Ley Hipotecaria mientras que decenas de miles de familias se van a la calle cada año, colocándolas al borde mismo de la indigencia; e inmoral es la Ley de Tasas que castiga, cuando no pulveriza, el acceso a la Justicia para los más humildes.

No hablo de moral religiosa, sino que inscribo la crítica en el seno de la ética civil, la de los ciudadanos de bien que no sólo conciben salvar a los bancos, por muy necesario que sea, sino que abogan por hacer lo mismo con las clases medias y bajas, las más asaeteadas por las medidas del Gobierno, las más expuestas a la voracidad del capitalismo salvaje, una patología que aqueja a buena parte de nuestros políticos y grandes empresarios.

Necesitamos más personas como ese guardia civil humilde que se atreve a reclamar un simple buenos días, letrada. Y que el sentido común de la ciudadanía de bien tome las riendas de este erial.