Aunque deteste una situación, o a un individuo, José Caballero Bonald siempre es consecuente con su primer apellido. Esa caballerosidad de buena cuna trasciende en estilo, un estilo cortés y distante, nada demostrativo, que es preciso adivinar en su cuota de participación conversatoria y en el ingenio de lo que dice o calla. La dicción andaluza no tiene paralelo en el acento. A veces parece discriminarlos como señal del origen y brida del carácter, orgulloso de lo uno y receloso del tópico en lo otro. El ganador del Premio Cervantes de este año, sin deje ni acento en el castellano traslúcido de su escritura, es persona refinada y elegante, bien sedimentado producto intelectual de la vieja cultura grecolatina y, al propio tiempo, denodado buceador en las profundidades arábigas del flamenco, mejor aún del jondo, cuyas expresiones y secretos desgrana con igual pasión que autoridad.

Sus poemas, novelas, artículos y memorias han ido apareciendo con tranquila cadencia, destilados en gran parte durante las estancias en ciudades o pueblos andaluces que aparecen citados en datas y localizaciones, y son a veces escenario de sus relatos. En la novela marismeña Agata ojo de gato de 1974 y el poemario Descrédito del héroe de 1977 consumé el primer contacto lector con Pepe Caballero. Viajé entonces hacia atrás para conocer los títulos precedentes de quien tanto me seducía. Le invité a hablar en Las Palmas de Gran Canaria, donde pudo hacerlo sin problema a pesar de los muchos que le salían al paso por suspicacias o desconfianzas políticas. Contó después en un libro cierta parte de la experiencia, con la mezcla de precisión e imaginación que es característica de sus memorias. El buen humor mediterráneo y un cierto desgarro quevedesco impregnan la evocación de los amigos que nos acompañaron, ya fallecido, por desgracia, el más significativo e importante: el boticario de Ingenio Porfirio Rodríguez, con quien quiso el escritor zambullirse en los misterios nocturnos de la ciudad, invariable campo magnético de sus andanzas y viajes.

Un domingo de navegación por la costa suroeste de la Isla se hizo corto en la escucha de Caballero Bonald, que abatió la calculada timidez y la precavida distancia para derramar pródigamente su pensamiento estético y sus convicciones éticas. El inmenso escritor y el progresista de izquierda desgranaron, indivisibles, su esplendoroso discurso en la calma de un día atlántico. El señero clasicismo y la intemporalidad del artista, junto al instinto crítico y la fe del ciudadano comprometido quedaron tal vez en los átomos del aire marino como un paso intangible hacia el reconocimiento supremo de la creación en lengua castellana. Hoy titulariza el Cervantes como más reciente signatura de una nómina insigne. Nuestra lengua está de fiesta.