Leía el otro día una entrevista a un psicólogo y orientador educativo en la que alentaba a los padres a empezar a hablar con los hijos de sexo, drogas y alcohol desde los 8 años. Una compañera que tiene una niña de esa edad, se empapó la entrevista, se convenció de que ya se le hacía tarde y, ese mismo día por la noche, se puso frente a la cría y le echó la charla sobre el riesgo de beber alcohol, sobre las consecuencias que tienen las drogas y sobre la necesidad de protegerse cuando empiece a tener relaciones sexuales. La niña, que tiene 8 años pero es como si tuviera 18, aguantó el tirón mientras su madre hablaba de alcohol y de drogas, pero al llegar al sexo la frenó de cuajo: «Mamá, sólo tengo 8 años y el sexo aún me da asco. Mejor lo hablamos más adelante». Cuenta mi amiga que pocas veces se ha sentido más absurda que ante la aplastante lógica de la criatura. Y es que a veces te desmontan. Aún recuerdo cuando a mi hijo, con 12 años, le regalaron un vídeojuego de matar zombis. Le anuncié que no iba a permitir que siguiera descabezando a nadie por muy muerto que estuviera. El niño entonces me respondió: «Mamá, ¿qué es lo que te preocupa? ¿que si un día viene a casa un grupo de zombis a atacarnos, los mate? Son monstruos de ordenador, no personas».

Todavía no tengo claro si el niño sólo pretendía evitar la prohibición o si era más maduro de lo que yo creía, pero en ocasiones la realidad se da de bruces con la teoría hasta el punto de que al final dudas sobre si seguir a rajatabla las recomendaciones de los especialistas ante los peligros que nos rodean o dejarlo pasar recordando que a ciertas edades una aún anda pensando en si pedir para Reyes un peluche o una bici y que tú te criaste entre batallas de indios y vaqueros y aquí estás sin taras, al menos aparentes.

Ante las dudas, intentas educar con responsabilidad y sentido, pero no siempre coincide con lo que recomiendan los entendidos. Y es que no logro olvidar cuando mi cría tenía 3 años y, recién entrada en la guardería, nos llamó la profesora a su padre y a mí para hablarnos de la criatura. «Es que no presta atención, se dispersa y sólo piensa en jugar». Lo malo de que un educador te diga algo así de una niña de 3 años es que ya empiezas a desconfiar de muchos de los expertos con los que te cruzas por el camino. ¿En qué se supone que debe pensar una niña de 3 años si no es jugar? ¿en el hambre de África? ¿en la prima de riesgo? Actuar, cuándo y cómo hacerlo. Puf, qué difícil.