Jubilado desde hace poco, el duque de Edimburgo cumple estos días sus bodas de platino con la reina Isabel II a la que, mal que bien, lleva aguantando 65 años sin quejarse más que lo justo. A lo sumo, el príncipe Felipe dijo sentirse en cierta ocasión como «una maldita ameba», tras constatar que era -y es, a sus 91 años- «el único hombre de este país al que no se permite dar apellido a sus hijos».

Aludía de este modo el príncipe a la poco airosa función de los consortes, que consiste básicamente en regar el soberano árbol del trono para que nazcan nuevas ramas de la dinastía (la de los Windsor, en este caso). A cambio, el príncipe se ha aliviado de los rigores de la Corte con un variado surtido de aventuras galantes; y, para combatir el aburrimiento propio de su oficio de ameba, no dudó en usar un extravagante sentido del humor que a menudo ha puesto en aprietos a la Corona británica.

De ello da fe el informal título de «Duque del Peligro» que le adjudicaron sus biógrafos en un libro que recoge algunos de los innumerables patinazos del ilustre metepatas.

Ya en el acto de coronación de su esposa Isabel II como Graciosa Majestad del Reino Unido dio muestras de que el verdadero gracioso era él. «¿De dónde sacaste ese sombrero?», preguntó a su real señora mientras miraba divertido a la corona que la reina acababa de ceñirse. Tampoco tendría mayor consideración años después con su hija Ana, gran aficionada a los caballos de la que dijo: «Si algo no se tira pedos ni come heno, no le interesa». Todo un retrato principesco.

Si tal se comportaba con su propia familia, no es de extrañar que el Duque del Peligro sembrase el pánico entre los diplomáticos encargados de acompañarle en sus giras por el exterior. Famosa fue, por ejemplo, su respuesta a un periodista que tuvo la imprudencia de preguntarle cuál era el principal problema de Brasil. «Los brasileños», contestó sin inmutarse el temible Felipe.

No fueron los brasileiros los únicos perjudicados por el corrosivo e impolítico humor del príncipe. Su natural curiosidad le llevó a preguntar a un indígena australiano si era verdad que aún seguían combatiendo con lanzas, del mismo modo que en otra visita a las Islas Cayman planteó a uno de los lugareños esta desconcertante duda: «¿Es cierto que la mayoría de ustedes descienden de los piratas?». La diplomacia británica aún tendría que emplearse a fondo en los actos de independencia de Kenia, cuando el presidente de la nueva república se disponía a arriar la bandera del Reino Unido y Felipe le susurró al oído: «¿Está usted seguro de que quiere hacer eso?»

Esa irrefrenable locuacidad le llevó a sugerir que los escoceses son unos beodos y los húngaros unos barrigones, aunque tampoco se olvidó de los chinos. A un grupo de estudiantes británicos en Hong-Kong, por ejemplo, les advirtió sobre el riesgo de que se les pusieran los ojos rasgados si permanecían mucho tiempo allí.

A despecho de todo este florido y embarazoso anecdotario, el Duque del Peligro ha logrado ingresar en el Libro Guinnes como el consorte más duradero de todos los que en la Historia hay noticia. Ahora que cumple 65 años de matrimonio con toda una reina como sufridora, Felipe ha pasado a ser en sí mismo una de esas curiosas tradiciones en las que abundan los británicos. No es pequeño mérito el de ganar plaza de extravagante en un país famoso por su excentricidad.