La carcoma de la crisis está invadiendo progresivamente nuestras ciudades. Y resulta cada vez más visible.

Comenzó por los extrarradios, pero fue avanzando imparable hasta alcanzar el centro de las ciudades.

Uno se pasea por las calles de la ciudad donde vive y ve cómo se ha echado el cierre a comercios de todo tipo que le resultaban antes familiares.

Donde antes había atractivos escaparates ahora hay sucias pintadas, que se extienden por manzanas enteras. Es bien sabido que unas pintadas llaman a otras.

Ya no podemos ir al librero de la esquina a preguntarle por el último libro de nuestro autor preferido como hacíamos antes cuando leíamos a Onetti, a Calvino o a Sciascia.

Donde había mercerías o zapaterías abre de pronto alguna tienda de «tattoos» o de «piercing», que sin duda no tardará también en cerrar, y en este caso no la echaremos de menos.

Hay edificios enteros, algunos incluso emblemáticos, que llevan tiempo viviendo una existencia de fantasmas sin que se vea a nadie entrar en él ni abandonarlo.

Las carteleras de muchos cines donde tantas tardes pasamos soñando aventuras o nos enamoramos de actrices de ojos violetas y labios turgentes han enmudecido de pronto.

Algunos de esos cines, auténticos palacios en su día por la monumentalidad de su arquitectura, han sido ocupados por cadenas internacionales de moda.

Esas cadenas y las pequeñas tiendas de las compañías de telefonía móvil, que han surgido en todas partes como hongos, dominan ahora el paisaje comercial urbano.

Son las manifestaciones más claras de una crisis que no cesa y parece en cambio profundizarse cada día.