El cambio es ley de vida, decía un prestigioso político estadounidense. «Cualquiera que sólo mire al pasado o al presente, se perderá el futuro». En el pasado están las experiencias vividas, pero es en el mañana en el que debemos trabajar desde las diversas parcelas sociales, económicas o políticas, para que nuestro estado de bienestar, que nos protege y ampara, se mantenga firme, solidario y estable.

Hace 34 años, el 6 de diciembre de 1978, un grupo de personas de diferentes e incluso opuestas ideologías, no vacilaron en protagonizar el mayor ejercicio de consenso, responsabilidad y patriotismo que se había realizado hasta ese momento, en la turbulenta y cruenta historia política de España del pasado siglo. De esa admirable visión de futuro nació nuestra Carta Magna, piedra angular de nuestros derechos y libertades que hoy festejamos con júbilo por haber superado ya más de una treintena de años con solidez y firmeza, proporcionándonos tres décadas de progreso y libertad.

Es una Constitución joven y madura al mismo tiempo, pero, sin duda, el contexto social y político en el que se concibió dista mucho del que hoy nos encontramos. La sociedad española está inmersa en una realidad enmarcada por profundos avances y cambios tecnológicos que han roto barreras y fronteras de todo orden y se desenvuelve en un espacio supranacional que, como el europeo, nos impone ya unas decisiones que en algunos aspectos condicionan los principios de soberanía sobre los que se asientan los pilares básicos de nuestra Constitución.

Bien lo dice el título de este artículo, la Constitución española tiene el reto de fortalecerse, de adaptarse y adaptarla a una nueva sociedad mucho más global, más tecnificada y más desarrollada desde el punto de vista económico, político, social e incluso cultural.

Así lo expresaba el expresidente del Parlamento Europeo José María Gil Robles, en la mesa redonda que tuvo lugar el pasado lunes en la Subdelegación del Gobierno con motivo de la conmemoración del XXIV aniversario de la Constitución, cuando decía que nuestra Carta Magna «necesitaba ya unos retoques. No se trata, pues, de abordar un cambio de modelo, sino de una adaptación».

Las estructuras institucionales y el reparto de poder, argumentaba, han evolucionado de tal manera que hace 34 años las competencias se dividían entre municipios y Estado. Hoy, hay que añadir a esos centros de poder territorial, no solo las comunidades autónomas sino también las instituciones de la Unión Europea a la que pertenecemos.

No se nos oculta que estamos viviendo unos tiempos convulsos y de crisis económica e institucional. Mientras se eliminan fronteras en el espacio europeo, se buscan lenguas comunes de entendimiento y se habla de un espacio común de libertad, seguridad y justicia, otros se empecinan en levantar nuevas barreras lingüísticas, culturales o sociales que diferencian, separan y desunen nuestras potencialidades, debilitándonos en nuestro entorno natural que es Europa.

Políticas y mensajes separatistas e independentistas como los que hemos oído en los dirigentes nacionalistas catalanes en las recientes elecciones son políticas suicidas que solo producen desconfianza no solo hacia Cataluña sino también hacia España.

He aquí donde se halla una de las claves de los ajustes que deberán hacerse en el texto constitucional para hacer frente a estas posturas irracionales. En este sentido, se hace necesario que conozcamos y opinemos sobre las bondades y defectos de nuestra organización territorial. La experiencia de todos estos años sobre el funcionamiento de nuestras administraciones, estatal, autonómica o local nos tiene que hacer reflexionar sobre el camino que deben seguir las reformas necesarias para hacerlas más eficaces, menos burocratizadas y más próximas al ciudadano.

Existe un convencimiento general de que es necesario afrontar la superposición de competencias entre unas y otras, sus problemas de financiación y la reorganización de algunas de ellas. Las grandes y valientes reformas que está acometiendo el actual gobierno hacen pensar que la de las administraciones pasará también por el tamiz de esa inevitable readaptación.

Europa nos marca nuevos patrones no solo en la economía y la competitividad de nuestras empresas, sino también en el ámbito de la energía, el empleo, la educación, la agricultura o la pesca. Por tanto el futuro se escribe más allá de nuestras fronteras. Por ello, necesitamos hacer política de altura, de entendimiento, de grandes consensos, como reclamaban los intervinientes de esa mesa redonda.

Y la política y los políticos no pueden vivir de espaldas a una realidad ciudadana que demanda en estos momentos racionalidad, laboriosidad y ejemplaridad en sus clases dirigentes. «Las desavenencias entre autoridades, la inhibición o la pasividad», como acertadamente nos recordaba el catedrático de la Universidad de Málaga Ángel Sánchez Blanco, pone en peligro nuestra apuesta por el futuro, a diferencia de lo que hicieron los constituyentes de 1978.

No podemos ni debemos estancarnos porque la sociedad y sus instituciones evolucionan y ello exige adaptar nuestras reglas de juego y normas para evitar vacíos y riesgos en su funcionamiento. Felicitémonos pues y felicitemos a quienes con su generosidad y valentía han proporcionado a España 34 años de convivencia pacífica y estabilidad democrática y social.