Últimamente hay quien dice que en Málaga hace mucho ruido y frío. Se saca la cabeza por encima del somier y enseguida viene el estrépito y la flor de hielo naciendo como un piropo entre los matojos de la coronilla. Las ciudades se cubren de gritos, algunos de ida y vuelta, con el sobretodo mugriento de la crisis y los desafueros de la política, cada vez más empeñada en desprestigiarse y, además, en público, al más puro estilo de Schettino, aquel capitán de barco de cruceros que decidió quitarse de en medio cuando la nave estaba a punto de naufragar. Díaz Ferrán huye de la chalupa de la economía doméstica con un kilo de oro, Netanyahu lo hace hacia delante, con chulería e irresponsabilidad y los políticos españoles, en plena crisis de soberanía, como auxiliares apocados y obedientes, dando con su gesto al mundo la nueva talla ética de las verdades relativas.

En las tardes de invierno ya no se mira a Carolina, sino a las escaleras mecánicas del Cercanías que suenan como ballenas laminadas en altar mar; una queja profunda y estridente, de gran pena colectiva y probablemente remojada en cañas con chipirones y con croquetas de segunda. Hay un acto único y profundo de melancolía, enmarañado con los lápices de la nueva economía, del paro, del exceso de gravedad. En Francia, en octubre, encontraron el cuerpo de un español que llevaba más de quince años apaciblemente muerto en su casa. Una muerte casi de pájaro; los vecinos, de repente, dejaron de verle por el barrio. Nadie preguntó.

Da la sensación de que todos hemos asumido la volatilidad de un sistema que en su día se relacionó con el progreso y con un tipo de bienestar que era, además, casi inmutable, al menos mientras no se perdiera el control del esfínter y de la elegancia personal. Alguna de estas tardes los españoles van a volver a casa y se van a ver a sí mismos sentados en la butaca y vestidos de inmigrantes franceses, con el mando a distancia y la manta en las rodillas, como hologramas de un tiempo y de un país ya desaparecido. Cinco años de crisis y continúa la gran fiesta de la improvisación, salpicada cada vez más por ese acompañamiento de picaresca y corruptela del que parece no librarse ningún escudo ni ninguna escuela de representantes, incluida la patronal. Tanto tiempo con la deontología y la moral en la boca para luego descubrir una realidad casi más miserable que la que dibujaban aquellos cuadernos cabezones y marxistas que abundaban en la época en la que estaban obligados a abundar.

La impresión ciudadana es que no se salva nadie y eso, además de un estado de ánimo, resulta letal para la recomposición interna del país. España, ese sujeto escarnecido, cada vez más cerca del timón de la negación, haciéndose el cuerpo, según algunos, al tacto juvenil de la aventura. Más de 214.000 parados en la provincia. En plena crisis de fe. Los canguros del Parque del Oeste no son los únicos que están tristes.