Así llamaban los árabes a Gertrude Bell, aquella intrépida dama inglesa que no temía a nada y a nadie. También la llamaban al-Khatum, la Señora. Su primer contacto con Oriente Medio fue en 1892, gracias a su tío, Sir Frank Lascelles, embajador de Su Majestad Británica en Persia. Gertrude Bell estaba acostumbrada desde muy joven a ignorar los tabús de la alta sociedad de la Inglaterra victoriana. Encerraban éstos a la mujer dentro de un horizonte vital orientado esencialmente al matrimonio, en un mundo para los hombres.

Gertrude tuvo desde muy joven un formidable aliado en su padre, Sir Hugh Bell, uno de los empresarios más importantes de la revolución industrial británica. Un influyente personaje que empezó a plantearse que los éxitos de aquella revolución podrían representar una carga durísima para los trabajadores de Inglaterra. Para Gertrude desde luego siempre estuvo claro: el precio brutal que las clases menos favorecidas del Reino Unido tuvieron que pagar para convertir a la Gran Bretaña de la época victoriana en una formidable primera potencia industrial. No permaneció la hija de Sir Hugh Bell indiferente ante el mundo infernal de las vecinas minas de carbón de las Midlands. Donde el capitalismo con su fría «corazza lucente» había descubierto que utilizar niños para extraer carbón de las entrañas de la tierra fue un afortunado y lucrativo hallazgo. Que permitiría abaratar los costes. Los niños podían hacer su trabajo en galerías mucho más angostas que las que se hubieran necesitado excavar para los hombres. Era la apoteosis del carbón y el acero, al servicio del orgullo imperial y el dinero.

Realista, con una poderosa inteligencia y con una voluntad siempre afilada, Gertrude Bell era como una espada de Sheffield. Resistente a los golpes más duros, brillante y flexible. Y con una temible capacidad para prevalecer sobre aceros menos templados. Fue una de las primeras mujeres que fueron admitidas en la Universidad de Oxford, un mundo reservado a los hombres. Se graduó en historia con gran distinción. Aprendió árabe, persa, francés y alemán.

Su descubrimiento del mundo de los nómadas y los desiertos del Oriente Medio la alejó para siempre de Europa. Incluso de su pasión por el alpinismo, en el que había destacado por sus proezas en escaladas legendarias de cumbres suizas y francesas donde otros alpinistas habían fracasado. Gertrude Bell descubrió en oriente un mundo a su medida. Lo iba explorando con su pequeña caravana de guías armados, sirvientes y camelleros. Recorrió Mesopotamia, Palestina, Siria y Arabia. En la caravana no podían faltar sus vajillas favoritas y una bañera plegable de lona. Ni su revólver, que escondía entre su ropa interior.

Cuando el Imperio Otomano se alineó en 1914 con las potencias centrales frente a Inglaterra y Francia en la Primera Guerra Mundial, las autoridades británicas descubrieron que aquella infatigable exploradora, escritora y arqueóloga, admirada y respetada por las más indómitas tribus árabes, podría ser extremadamente útil para los designios imperiales de la Gran Bretaña. Y muy especialmente en un momento en que la Royal Navy empezaba a necesitar para sus acorazados y cruceros petróleo en vez del carbón tradicional.

Gertrude Bell se incorporó a los más altos niveles de la administración colonial británica en Egipto y en Mesopotamia, el futuro Irak. Siempre fue valerosa, brillante e incómoda. Descubrió y apoyó a un enigmático y joven arqueólogo, posteriormente conocido como Lawrence de Arabia. Luchó la Reina del Desierto, Gertrude Bell, con sus amigos árabes contra los ocupantes turcos. Y las fronteras y la historia de Oriente Medio llevan para siempre las huellas de aquella mujer portentosa, a la que su amigo Feisal, el rey hachemita de Irak, saludaba como al-Khatum, la Señora.