La vida está Hitchcock. Cada día es un vértigo ante el precipicio de la crisis por el que millones de personas se han despeñado, víctimas del crimen perfecto de la codicia de los mercados y de la sutil estrategia del Deustche Bank -que realmente es el que dirige Alemania y la economía monetaria europea-. Conozco a muchos periodistas, albañiles, profesores, médicos, comerciantes, autónomos y empleados de otros sectores, españoles, italianos, portugueses y griegos que han perdido lo que tardaron años de esfuerzo en conseguir. A todos les han dicho que son mayores, que su trabajo ya no es válido, que son un lastre para los beneficios de la empresa, que su juventud es una interminable espera o que sólo merece un jornal de miseria. Sus vidas son una cortina rasgada, una fotografía velada violentamente, el cadáver insomne de un crimen perfecto. Cuando te hablan, pelean desde dentro por mantener firme la voz y que su timbre no tiemble, pero es evidente que su lenguaje ha perdido la confianza de la fuerza. Y al mirarte, lo hacen de manera esquiva y humilde, intentando no transmitir la vergüenza que no pueden evitar sentir. Son los rasgos humanos de la derrota. La imagen que se me aparece cuando pienso en ellos como en un silencio cabizbajo en sus casas frías. Igual que sombras cobijadas en su propia sombra, haciendo cola a las puertas de los centros sociales donde a los fantasmas del estado del bienestar les reparten comida y palabras que intentan abrigar el desánimo.

En esos momentos, que son muchos y lluviosos, pienso si nos merecemos lo que nos está ocurriendo. La soga con la que el gobierno nos ahorca al árbol podrido de sus privilegios y la sumisión con la que se han convertido en dirigentes encadenados a los mercados y a Bruselas. Enseguida olvidaron que prometieron al pueblo la esperanza de una salida. La misma que sigue enarbolando Rajoy al afirmar que el año que viene será mejor. Da igual que el presidente del Consejo Europeo haya dicho que se atrasará al 2014 la urgente unión bancaria y la creación de un fondo anticrisis. Una decisión que agranda nuestro drama y aplaza el futuro.

Los ciudadanos hemos esperado siempre que el gobierno resuelva nuestros problemas. Hace muchas décadas que decidimos no ser participativos en la política de la que formamos parte y pocas veces hemos exigido transparencia, honestidad, calidad, rigor y auténtica gestión. Tanto en la política como en las empresas. Ámbitos en los que, desde hace demasiado tiempo, hay una gran carencia de ética y de talento. En nuestro país, ascienden o triunfan los que sólo buscan su propio beneficio, los cobardes cuyo poder se sustenta en vender a cualquiera a cambio de salvarse de sus miedos, aquellos que saben mantenerse a flote con zancadillas, traiciones o habilidad para caer bien en reuniones sociales. El dinero fluía, era fácil formar parte de la hoguera de las vanidades. Todos quisimos creer que nuestras cartas eran buenas, que la vida siempre nos iría bien, que podíamos ser infieles a los valores y principios si lo hacíamos con discreción. Nos conformamos con líderes de cartón piedra, encumbrados por una hábil propaganda y el desacierto de sus adversarios. Nos dejamos convencer de que la política, en lugar de un servicio público, era una profesión para la que muchos no estaban preparados. Aceptamos que saltasen de un cargo a otro, manteniéndose en el poder o ascendiendo, sin detenernos a evaluar el mérito o la grisura de su gestión. Incluso hemos sentido simpatía por algunos de ellos, hasta que hemos descubierto que detrás del lucimiento de sus máscaras sólo está Dorian Grey: mezquindad, vileza, arrogancia, cinismo.

Hace unos días, los partidos políticos celebraron los treinta y cuatro años de la Constitución entre el desmantelamiento de derechos fundamentales, la insatisfacción ciudadana y la urgencia de un pacto de Estado. Nunca fue tan hipócrita una conmemoración. Los mismos que eligieron sus mejores galas hace tiempo que se pasaron por el forro unos cuántos artículos fundamentales. Por ejemplo: el 14, el 27, el 28 y el 35 que aluden a nuestra igualdad ante la ley, sin que prevalezca discriminación alguna (como hacen las tasas judiciales aprobadas por Gallardón); al derecho a la educación (privatizada y lo que venga por esa mente preclara llamada Wert); al derecho a la huelga por la defensa de los intereses de la ciudadanía (cuestionado por un gobierno que pretende castigar las protestas); y el que reconoce el derecho al trabajo (suprimido con una reforma laboral de la que de sobra conocemos sus consecuencias). A estas alturas , ni siquiera existe la sombra de una duda acerca de si psoe y pp serán capaces de afrontar un urgente pacto de estado. No lo habrá. Ninguno desea subir los 39 escalones que separa la ambición partidista de un ejercicio de consenso plural en beneficio del pueblo. Cada cual irá a lo suyo, compartiendo el congreso como extraños en un tren cuyo horizonte sigue estando dentro de un túnel. Lo peor es que, desde la ventana indiscreta a la que asoman los que tienen claro que la Historia es como el hombre que sabía demasiado, se atisba un peligroso rebrote del neofacismo. Ya se mueve en Grecia con Aurora Dorada y en Italia con Berlusconi dispuesto a derrocar al gobierno de Monti. Y no sería extraño que, ante la psicosis de un futuro más inhóspito, en España surgiese un visionario populista, igual que a otra escala sucedió en su día con Gil y Marbella.

La vida está Hitchcock. De nosotros depende el suspense de un final que tal vez podamos cambiar.