Si alguna vez encuentra usted dificultades a la hora de poner término a una conversación, no dude en emplear la fórmula mágica que le procurará el consenso unánime de los presentes: diga con semblante grave que la clave del asunto está en la educación. ¡No se preocupe, da igual cuál sea el asunto! Es una forma de quedar bien sin decir nada, diciéndolo todo al mismo tiempo. Porque es verdad que, en último término, todo depende de la educación, en sentido amplio: de la socialización y formación adquirida por los miembros de un grupo humano. Pero también lo es que resulta impecablemente lírico limitarse a decir que ahí están, a la vez, el problema y la solución a todos los males, sin hacer nada al respecto. O sea, que sobre la importancia de la educación estamos ya de acuerdo, como estamos de acuerdo en rechazar el hambre, las guerras y las siestas demasiado largas. Sin embargo, es ponerse alguien a la tarea de mejorarla y empiezan a volar los tartazos en forma de insultos.

Viene todo esto a cuento porque el ministro de Educación ha presentado esta semana su proyecto de ley de reforma educativa y una vez más hemos comprobado la triste incapacidad de la sociedad española, encarnada en sus representantes institucionales, para mantener un debate público razonable. Todo han sido fuegos de artificio, descalificaciones guerracivilistas y rechazos innegociables: el ministro es neofranquista, la derecha quiere que sólo estudien los ricos, se ha insultado (para variar) a los catalanes. Y así sucesivamente. ¡Qué pesadez! Pero también qué poco sentido de la medida y la responsabilidad. Porque es urgente reformar el sistema educativo español, de arriba a abajo, de una vez por todas: seguir igual no es una alternativa.

Por si la experiencia social directa no bastara, así lo demuestran los ránkings internacionales y los estudios comparados, que proveen también de las conclusiones necesarias sobre aquellos instrumentos que mejor han funcionado allí donde se han aplicado. Si uno se quita las anteojeras ideológicas, comprobará que muchos de estos instrumentos (como la autonomía de los centros, las pruebas nacionales, la publicación de resultados, la evaluación de los docentes) están presentes en el tan criticado proyecto. La asignatura de religión es lo de menos y todos lo sabemos.

Pues bien, ¿qué razones hay para dejar intacto aquello que obviamente no funciona? En el mejor de los casos, el miedo sincero a que el sistema sea más excluyente; en el peor, la pura defensa de los intereses creados o la crítica indiscriminada a quien se percibe como el enemigo político. En ambos supuestos, como ha señalado Victoria Prego, subyace la convicción de que la educación es predio exclusivo de la izquierda, entendida simplonamente en este punto como aquella corriente política cuya principal función sería eso que se llama «parar los pies a la derecha». Sin embargo, es hora de cambiar de conversación: no podemos seguir juzgando la realidad política en unos términos tan simplistas, por más que satisfagan nuestras pulsiones más primarias y nos ahorren el trabajo de prestar atención a la realidad. La sociedad española necesita un giro pragmático. Y el sistema educativo es el mejor sitio posible para empezar a aplicarlo. Recordemos que su función última es hacernos mejores de lo que somos, no dejarnos como estábamos.

Podemos seguir pensando que el modelo vigente es como la revolución bolchevique: una gran idea aplicada sin los medios necesarios para garantizar su éxito. Pero tal vez no sea así; y ese tal vez debería bastar para que demos la oportunidad a un modelo diferente. Esa alternativa nunca ha sido aplicada: la reforma de Pilar del Castillo fue derogada por Zapatero en cuanto llegó al poder. ¿Y qué tiene de terrible probar cosas nuevas? Es lo que una sociedad fracasada, como la nuestra, debería estar haciendo constantemente: reformarse a sí misma hasta dar con aquello que la hace mejorar. Pero eso no será posible mientras sigamos atrincherados en un dogmatismo que nos permite anticipar qué va a decir cada uno antes de que lo diga, como si los españoles nos empeñásemos en hacer un homenaje colectivo a Pavlov usando los términos izquierda y derecha a modo de filetes de ternera.

[Manuel Arias Maldonado es profesor titular de Ciencia Política de la Universidad de Málaga]