Uno de los tópicos que con más insistencia repiten los pedagogos supuestamente progresistas es el de que hay que fomentar el espíritu crítico en los alumnos, pues así se evitará el conformismo de los adultos del mañana. No puedo estar más de acuerdo con tan encomiable propósito, ni más en desacuerdo con lo que realmente fomenta la pedagogía que esos señores promueven.

Lo que la pedagogía progresista viene fomentando, primero con la LOGSE, luego con la LEA y ahora con ese último delirio llamado comunidades de aprendizaje, no es el espíritu crítico de los alumnos, sino su rebeldía frente a sus profesores. Una rebeldía que no es en absoluto necesario ni conveniente fomentar, pues ya se da de forma espontánea en todo niño o adolescente. Cualquiera que se haya visto en el trance de educar a un niño habrá experimentado esa natural tendencia de las criaturas a hacer su santa voluntad, y a presionar con llantos, rabietas y malos modos para que se satisfagan sus más ínfimos caprichos. Se trata de una rebeldía puramente egoísta e irracional, que está justo en las antípodas del espíritu crítico, ya que surge de las pulsiones primarias y de la falta de conocimiento de cómo funciona la realidad. Afrontar cualquier aspecto de la realidad con espíritu crítico requiere de un conocimiento previo de los mecanismos de funcionamiento de esa realidad, pues sólo así se estará en condiciones de mejorarlos. Y precisamente los profesores son los encargados de dotar al niño o adolescente de esos conocimientos.

A mi entender, existen dos tipos de rebeldía bien diferentes: la rebeldía egoísta y ciega de que ya he hablado y otra, racional y generosa, pues atiende a lo colectivo antes que a lo personal, que surge de la confrontación de los ciudadanos dignos con la injusticia y la hipocresía. Ésta última rebeldía sí está basada en el auténtico espíritu crítico, en el conocimiento de cómo funcionan las cosas y en la indignación que suscitan los abusos de los hipócritas.

Los pedagogos progresistas llevan más de veinte años tratando de hacernos creer con sus grandilocuentes declaraciones de intenciones que la rebeldía que fomentan es la segunda, pero los lamentables resultados educativos de la puesta en práctica de sus teorías dejan bien patente que la que realmente se esfuerzan en promover es la primera.

Resulta cuando menos curioso que unos pedagogos que ocupan cátedras universitarias, ostentan condecoraciones y perciben unos ingresos propios de la clase alta se dediquen a fomentar la rebeldía egoísta e irracional, sustentada por la ignorancia, de los alumnos. En el último invento de estos pedagogos, las comunidades de aprendizaje, la autoridad del profesor -basada en sus conocimientos, no en la fuerza bruta- desaparece hasta el esperpéntico extremo de que son los propios alumnos quienes deciden lo que quieren aprender y lo que no. Como si los alumnos tuvieran la menor idea de cómo configurar un programa escolar.

¿Qué podrá ocultarse tras de esa obsesión por desautorizar a quienes de verdad pueden fomentar el espíritu crítico en los alumnos? ¿Tendrá algo que ver con el deseo de perpetuarse en el poder de ciertos políticos con los que comparten ideología esos popes pedagógicos?

Para dilucidarlo, nada más fácil que revisar el uso que se ha hecho en los últimos meses de ese derecho a la huelga que la legislación educativa andaluza concedió hace ya un par de años a los alumnos de secundaria. En primer lugar, no estará de más recordar que los alumnos pueden declararse en huelga por los motivos que se les antojen sin que esa decisión tenga coste alguno para ellos. El coste de ejercer ese derecho es para la sociedad, que sufraga con sus impuestos unas clases a las que unos menores de edad se niegan a asistir por los motivos que sea. Es decir, la legislación fomenta que los menores puedan jugar a revolucionarios, pero haciendo recaer los costes no en esos menores que toman la decisión, sino en el conjunto de la sociedad.

A los alumnos el romántico jueguecito les sale absolutamente gratis, con lo que no se fomenta precisamente la conducta responsable de los alumnos, sino que se estimula esa rebeldía impostada, egoísta y falsa de que ya hemos hablado. Pero esto no es todo; durante las huelgas que se llevaron a cabo a lo largo de la pasada primavera, fueron en muchos casos las propias directivas de los centros educativos de secundaria quienes promovieron la participación de los alumnos. Semejante proceder constituye no sólo un claro e ilegal caso de huelga patronal, sino una flagrante y vergonzosa manipulación de menores de edad con fines políticos. Curiosamente, esas huelgas estaban convocadas por los sindicatos subvencionados por la Junta de Andalucía, y la protesta era contra los recortes impuestos desde el Gobierno central, en manos ahora del partido rival.

Así pues, creo que hay pruebas suficientes para concluir que la llamada pedagogía progresista no promueve el espíritu crítico, sino el sectarismo más miserable y dañino, y que los profesores universitarios que la defienden forman parte de un entramado político que no duda en manipular a menores para mantenerse en el poder y continuar esquilmando a la sociedad civil.

[Gonzalo Guijarro es portavoz de la Asociación de Profesores de Instituto de Andalucía (APIA)]