É­­­ste será el último artículo que publique, si el próximo viernes, 21 de diciembre, es el día del fin del mundo, como profetizaron los mayas. Según tales pronósticos, a nuestro futuro le quedan seis telediarios, lo cual no deja de ser una noticia estupenda, dado el suplicio en que los telediarios se han convertido y lo mal que pinta el futuro con un año, a la vuelta de la esquina, que, para colmo, acaba en 13. Si tuvimos algo de confianza en aquel 2012 con la gracia de lo semi-capicúo, y resultó ser la catástrofe que todos conocemos, qué será de ese año ya marcado por la cifra del mal agüero, que no sólo perfilan funesto los prejuicios subjetivos de la superstición, sino también los criterios objetivos de los economistas, empeñados en decirnos la verdad con cifras de primera mano, por si alguna criatura humana concebía aún cierta ilusión sobre el porvenir más allá del eterno llanto y crujir de dientes o el letrero que acogía a los pecadores a la entrada del infierno de Dante: «Abandonad toda esperanza».

Para seguir con este rosario de agonías, mejor que vayan sonando las trompetas del Apocalipsis y, dentro de una semana, todos calvos. Sin mañana ya del que preocuparse ni más plazos de hipoteca que pagar; un alivio al fin, el fin. Por fin, se hará justicia divina y dejarán de pagar justos por pecadores. Llegará el día del juicio final, que ya era hora, y el tribunal celestial, de equidad insobornable, condenará sin dilación a toda esta epidemia de estafadores y malandrines a las calderas de Pedro Botero. Y los últimos seremos los primeros en el reino de los cielos. Nos vamos a quedar en la gloria.

Si bien al fin del mundo, nadie llegará vivo, alcanzaremos ese tipo de perfecta democracia que sólo trae la muerte igualadora; «allegados son iguales los que viven por sus manos y los ricos», que dijo Jorge Manrique.

Vivir es caminar breve jornada, por el momento, nos quedan sólo seis, si es que se sale con la suya el calendario maya y nos dan, en masa, el finiquito de este mundo cruel. Sin discriminación de sexo, raza o edad; «democracia real ya», que se llama.

A mí, que estoy aprendiendo a buscar el lado positivo del infortunio, gracias al tropel de reportajes de autoayuda de los que nos atiborran las revistas dominicales, esta fecha me parece de perlas para un Apocalipsis. Si nos vamos a tomar por el saco un 21 de diciembre, nos vamos a ahorrar el disgusto de que, como es habitual, no nos toque la lotería al día siguiente, lo cual, aunque se trate ya de una rutina en nuestras vidas, ahora nos sentaría mucho peor, pues, dadas nuestras precarias circunstancias, le habíamos puesto la poca fe que nos quedaba.

De hecho, a falta de otra cosa en el monedero, habíamos metido en él la medalla de San Pancracio que nos regaló este periódico con un poco de perejil y las pocas veces que lo abrimos nos viene como un olor a filete aliñado.

También, cómo no, nos ahorraremos los gastos propios de la Navidad que, sin la paga extraordinaria, entre comidas y regalos por sobrios que quieran hacerse, van a reventar el saldo de nuestro salario ordinario que, con los recortes, también se ha quedado de un sobrio franciscano.

Pero, sobre todo, lo que más agradezco es que el fin del mundo me libere de ver el especial de Nochebuena con su pertinente concierto de Raphael y el de Nochevieja, a lo peor, amenizado por José Mota. No lo quiera Dios. La televisión es una actividad colectiva de la que es casi imposible zafarse en esas fechas.

Los mayas, no obstante, dicen que esta vez sí, pues, a partir del día 21, no habrá más fechas que valgan. Al mundo le quedan seis telediarios, menos mal. Los telediarios son armas de destrucción masiva. Cada vez que emiten un telediario, oyes una voz bramar desde el ojo patio, que sentencia: ¡Es para pegarse un tiro! Y, a lo peor, se lo pega, porque la siguiente voz que oyes, aunque grita igual, ya no es la misma.

Optimista, como me ha enseñado a ser Eduardo Punset, la noticia del Apocalipsis me parece muy esperanzadora. Si no nos morimos todos del tirón, los telediarios nos irán matando «de poco a poco», que es una muerte mucho más lenta y dolorosa. Sobre todo, si Berlusconi se incorpora de nuevo a la política.