Buena idea la de publicar los nombres de los potentados que defraudan a Hacienda. Y ojalá que la montaña no engendre un ratón, como fue el caso de la amnistía fiscal. Al ministro Montoro le brillaron los ojos con aquello de «se trata de que paguen, no puedo decirlo más claro». Pero debe transferir la claridad del decir a la contundencia del hacer. Si es necesario retocar alguna norma, que comience cuanto antes el proceso legislativo. Y que expliquen lo de limitar la publicidad a los ya penados por delito fiscal, pues para eso no hacen falta listas. Las sentencias son públicas y están al alcance de quien quiera conocerlas. Si las agencias tributarias han contrastado el incumplimiento, lo que procede es darlo a conocer como presunción de delito una vez revisada la norma que lo impide, al tiempo que ponen al día todas las denuncias por supuesto delito fiscal. O es así, o que se abstengan de teatro. Los subterfugios para eludir obligaciones tributarias son muchos y muy sofisticados. Para acabar con una trampa que puede hacerse eterna en tribunales, hay que descubrir a los tramposos y someterlos a repulsa social.

Otros países lo hacen mediante procedimientos democráticamente impecables. Sus recursos de inspección fiscal guardan con el problema una proporción razonable, sin las insuficiencias españolas. Pero a partir del correcto diagnóstico, la pena vergonzante completa el efecto disuasorio para los defraudadores y quienes intenten serlo.

La evasión y el fraude forman parte de las conductas más bochornosas de las sociedades libres y menos libres. En un país como España, que sigue eludiendo la progresividad fiscal efectiva -meramente cosmética hasta ahora- la fe nacional sufre de continuo la erosión de lo injusto; en unos casos por las diferentes varas de medir y en otros por la delincuencia impune. El trabajador en nómina pública o privada no tiene escapatoria y es víctima acumulativa de las cargas fiscales que elude la economía sumergida, por un lado, y por otro la «ingeniería fiscal» de los más ricos. Estos son los que ahora van a entrar en el punto de mira del cañón hacendístico. La apuesta es tan importante que un resultado ridículo como el de la amnistía persuadiría al ciudadano medio de que le mienten demagógicamente para mejor saquearlo. Si el sentimiento de solidaridad nacional no es espontáneo, los poderes del Estado están perfectamente legitimados para imponerlo, respaldados, además, por la inmensa mayoría de la población. Nada hay más desmoralizante -y desvertebrador- que noticias como el saldo «a devolver» en un IRPF de Díaz Ferrán, el perfecto antiempresario, después de vaciar pro domo sua unas cuantas firmas y lanzar a la nada a millares de trabajadores. Estos contradioses no merecen piedad. Si se hace como es debido, el cerco social a los tramposos puede evacuarlos de un país que se descompone a pedazos, en gran parte por su culpa.