Este año los árboles de Navidad tampoco tienen paga extra. Muchos de ellos, de hecho, no tienen ni paga. Estos últimos son árboles en paro, árboles sin subsidio. Árboles que mendigan por las esquinas bolas rojas, estrellas fugaces, renos, luces de colores intermitentes, cajas envueltas con papeles alegres (aunque sean cajas vacías: lo importante es la ilusión, no el objeto), reyes en camello, calcetines gruesos, chimeneas encendidas, villancicos cantados con el estómago lleno de turrones. Árboles que se alimentan en comedores sociales y que duermen, verticales pero tiritando, en los cajeros automáticos. Árboles a los que han arrancado de raíz de su futuro, de cualquier futuro, y que a duras penas se sostienen sin desplomarse en sus precarios presentes.

Esta Navidad casi todos los árboles parecen árboles tristes, árboles derrotados, árboles cansados de mantenerse en pie en medio de tanto leñador sin escrúpulos. Menos los de los ricos cada vez más ricos, que cargan sus árboles de metro y medio entre dos o más miembros de la familia en la baca de sus todoterrenos en dirección a sus casas de campo, a sus casas en la playa, a sus casas de doscientos metros cuadrados de insolidaridad y de injusticia. Estos árboles, pertenecientes a ese colectivo de personas privilegiadas a las que no les importa pagar por el colegio privado, la sanidad privada, la justicia dentro de poco privada, los registros civiles a punto de ser privatizados o la universidad privada porque les sobra de todo (menos sensibilidad social), miran de reojo, menospreciándolos, a los árboles sin tarjeta de crédito ni nieve de marca que hacen cola delante de las instituciones que se dedican a la beneficencia.

Los árboles, como siempre, no nos dejan ver el bosque. Ni el bosque fijarnos en los árboles. El bosque son los mercados, las cuentas públicas, el creciente diferencial que hay entre pobres y ricos, la falta de escrúpulos de los poderosos y la connivencia tácita (y a veces explícita, como cuentan los periódicos día tras día) de estos con las mafias, un moribundo modelo de civilización que aplasta con sus estertores a la masa desprevenida y desinformada (desprevenida por desinformada). Los árboles somos usted y yo, que tenemos nombre y biografía y necesidades por más que al bosque, siniestro como todos los bosques al anochecer, le interese mirarnos en grupo para así no tener que ocuparse uno a uno de nosotros. Al bosque no le gustan los individuos porque no sabe qué hacer con ellos, como no sea esclavizarlos, así que, para desatenderlos mejor, los mete en conjuntos, en paquetes, en categorías generales, en macro-conceptos. El bosque sólo se lleva bien con otro bosque, nunca con usted o conmigo, nunca con la persona real, nunca con lo singular y apartado.

Los árboles de Navidad tampoco nos dejan ver el bosque de la Navidad. Por inercia o por convicción, seguimos poniendo árboles en nuestras casas, los decoramos como podemos, les pondremos a sus pies o colgados de sus famélicas ramas los regalos que consigamos arrancarle a la crisis. Nuestros hijos los piden y nosotros buscamos monedas perdidas en los bolsillos de los abrigos, por las aceras. Pero son árboles melancólicos, árboles a punto de deprimirse, árboles que se han rendido a la evidencia de que ya no cuentan para nadie, árboles exiliados del bosque del que proceden. La Navidad siempre ha tenido mucho de fiesta falsa, de fiesta antifestiva, pero ahora esto es más cierto que nunca. Basta con mirar esos árboles depauperados, estos árboles de Navidad antinavideños, que hay en la mayoría de los hogares.