¡Qué hermosa tú libre y en pie!», escribe Pedro Salinas en el poema Dame tu libertad. El poeta es rotundo en el verso. Categórico. «Tú libre y en pie». ¿Hay algo más preciado? Este poeta español de la generación del 27, fallecido en el exilio americano, es uno de los mayores exponentes de la poesía del amor, ¡como si hubiera poesía sin él!, a través de la cual Salinas elabora un verdadero tratado, una fina teoría del reconocimiento del otro, en este caso de la mujer amada. El poeta descubre el amor en la misma libertad de la persona objeto de su deseo, sin el cual él no la reconoce. «No tengo cárcel para ti en mi ser», añade Salinas en el mismo poema. Muchas veces la poesía, ese arma cargada de futuro, la poesía necesaria como el pan de cada día de Gabriel Celaya, nos muestra de forma diáfana el camino a seguir, mientras la sociedad se empeña en atravesar dolorosos vericuetos para al fin tener que llegar al mismo sitio. ¡Qué ironía! Ésa es la ironía de la historia.

Pero no es éste un artículo sobre el amor, ni siquiera sobre la poesía, es más bien un proemio, el preludio para una toma de conciencia que aún sigue siendo necesaria. Salinas ama en la libertad, y no entiende el amor sino en la libertad de los dos. ¿Acaso no es así la expresión misma del amor? Salinas respeta al otro, a la mujer amada, y en ese respeto se funda la libertad y el amor. ¿Acaso no es así de sencillo? En esa sencillez radica la fuerza de la expresión poética del escritor, pero también la de las relaciones humanas que se fundamentan en tales argumentos. ¿O acaso tenemos que seguir recordándoles a los hombres que no tienen el patrimonio exclusivo de nada? Que todo patrimonio es común, de hombres y de mujeres. Que la igualdad en la libertad y en los derechos no es algo que hayan de conquistar, sino que les es consustancial, y que les corresponde a las mujeres por derecho propio.

Al hablar de mujeres, los hombres estamos hablando también de nosotros mismos, ya que no podemos entender a los unos sin los otros. Madres, hijas, hermanas, esposas, compañeras, o amigas, forman parte del relato vital de los hombres. Están ahí. A nuestro lado, entre nosotros, con nosotros. Por eso la lucha de las mujeres por reivindicarse a sí mismas, es también la lucha de los hombres. Combatiendo ambos contra la marginación, contra la opresión de las mujeres, estaremos construyendo ese mundo mejor que necesitamos. No podemos ser libres en un mundo en el que la mujer no lo es. Nuestra libertad es la misma, no es exclusiva de los varones, sino que es compartida, es un derecho de todos.

En nuestras democracias, en las que las mujeres pueden desarrollarse en libertad o aspirar a ello, porque nuestras leyes protegen ese derecho fundamental, son muchas las situaciones en las que todavía se conculcan sus derechos. La igualdad ante la ley se resiente en la práctica en el hogar y en la familia, en el trabajo y en la sociedad. No habrá una sociedad realmente democrática y justa, si la justicia y la democracia no alcanza por igual a todos los ciudadanos.

El cincuenta por ciento de la población del mundo son mujeres, o sea la mitad, y quizás algo más, de nuestro mundo. Del único mundo que tenemos. Y, sin embargo, la mitad de ese mundo, una parte muy importante de esa mitad, permanece invisible y sufre la opresión y la falta de derechos. La violencia de género, la trata de blancas, la discriminación por el hecho de ser mujer, las brechas culturales, salariales, profesionales, son solo algunas de las lacras de la sociedad contemporánea que siguen sufriendo hoy las mujeres. La violencia de género es una de esas lacras que descalifican al ser humano.

El 17 de diciembre de 1999, la Asamblea General de la ONU declaró el 25 de noviembre como el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer. «La violencia contra la mujer -dice la Resolución 54/134- es uno de los mecanismos sociales fundamentales por los que se reduce a la mujer a una situación de subordinación respecto del hombre».

En lo que va de año, 49 mujeres han muerto en España a causa de la violencia machista. Afortunadamente, el miedo al silencio empieza a desaparecer y se alzan nuevas voces, muchas voces, que se suman en todo el mundo contra la violencia de género; por la defensa y la despenalización del aborto libre y gratuito; por la sensibilización de los derechos sexuales y reproductivos de la mujer; contra la trata de blancas y el tráfico de personas; contra las desigualdades sociales y a favor de la igualdad de derechos y oportunidades; o contra la cultura patriarcal y el androcentrismo.

Es ésta una tarea de todos, de hombres y de mujeres, vital para defender el modelo democrático actual, y los logros sociales y culturales alcanzados, en cuya construcción las mujeres han participado activamente.

Como aquellas madres de la Constitución que la cineasta gaditana Oliva Acosta ha recordado en su documental Las constituyentes. «La democracia es demasiado importante para que la hagan solo los varones, y si nosotras no lo hacemos nos la van a hacer por nosotras», dice una de las protagonistas. La feminización de la política es para ellas un reto del siglo XXI.

El camino hasta aquí ha sido largo y dificultoso, como muestra la estela dejada por las pioneras cuyo eco sobrevive en todo el mundo: María de Maeztu, Clara Campoamor, Victoria Kent, María Blanchard, Margarita Xirgu, Marie Curie, Susan B. Anthony, Ada Lovelace, Florence Nightingale, Mary Wollstonecraft, Sofya Kovalevskaya, Helen Keller, Frida Kahlo, Simone de Beauvoir, Marguerite Yourcenar, Anna Pávlova, Clara Zetkin, Virginia Wolf, o María Montessori. Y junto a ellas, las mujeres anónimas, siempre olvidadas, las que, en contextos de privación, discriminación o maltrato, han sido con su vida y con su trabajo el mayor ejemplo de superación. «Libre te quiero, pero no mía», escribe Agustín García Calvo con la voz cantada de Amancio Prada.

Juan Antonio García Galindo es Catedrático de Periodismo de la Universidad de Málaga