En el censo de 2010, la población de Estados Unidos de América sumaba 320 millones de ciudadanos. El censo actual de armas legales de propiedad privada es de 300 millones en todo el país. No cabe duda de que hablamos de un pueblo armado, más armado que los que están en guerra. Las estadísticas manejadas por Michael Moore en su oscarizado Bowling for Columbine quedan cortas ante la tragedia del colegio de Newtown (Connecticut), con sus 27 víctimas mortales, veinte de ellas niños menores de diez años. Que un pobre diablo alucinado encuentre en casa de su madre tres armas de fuego (había seis) y empiece matándola para proseguir la hazaña en el centro donde ella fue profesora y él alumno, es algo tan aterrador que destruye el poder designativo de las palabras. Y saber que no se trató de una demencia fugaz sino de una «operación» de casi treinta minutos, mueve a pedir que pare el mundo para bajarse de el.

Sería injusto decir que estas cosas solo pasan en EEUU. El monstruo de Oslo es demasiado reciente como para ignorar la universalidad de la locura homicida. Pero la frecuencia distingue tristemente a los norteamericanos por razones psicosociales en las que no entraremos, y por la facilidad de tenencia y uso, en la que si entramos para calificar de aberrante cualquier confusión con las libertades. La potestad de estar armado con base en una enmienda de la constitución que reconoce el derecho del ciudadano a la autodefensa, es una interpretación salvaje, no humana ni social. La presencia de seis armas de fuego en el hogar de una maestra de pueblo describe una enfermedad, la del miedo, que en lugar de paliativos recibe excitantes. Enfermedad contagiosa, como se deduce de la estadística de estas matanzas y, sin ir más lejos, del tiroteo en un hospital de Alabama dos días después del de Newtown, con saldo de tres heridos graves.

Algo tendrá que hacer Obama. Repugna recordar a Bush condecorando al pésimo actor Charlton Heston como presidente de la «Asociación del Rifle», que defiende a tiros la tenencia legal de 300 millones de armas. O al mismo Michael Moore gritando a Bush ante las cámaras de los Oscar: «¡Vergüenza, señor presidente, vergüenza!» La vergüenza crece, y lo que Obama tendría que hacer desborda el campo semántico de lo «significativo». Si los republicanos son insensibles a la relación de las masacres de niños con esa libertad (ya limitada en países antaño permisivos como Japón, Reino Unido y Australia), alguien tendrá que deslegitimarlos de una buena vez. Las armas no alivian el miedo, inexistente en Columbine o Newtown, sino que incentivan el delirio asesino y su propagación a sociedades que, al menos esa enfermedad, no la padecen por ahora.