La maniobra dialéctica estaba planeada, o eso parece, porque Alberto Ruiz-Gallardón nunca da un paso sin meditarlo, y su instinto político lo ha mantenido vivo hasta ahora. Me juego lo que quieran a que la parrafada que soltó el ministro de Justicia en una conocida emisora de radio el pasado miércoles, la víspera de las concentraciones de jueces y fiscales, estaba tasada, medida y pactada con sus asesores de comunicación y con el Gobierno. Y logró sus efectos: hacer que el malestar en la judicatura se extendiera con la rapidez con la que prende la pólvora. La idea estaba clara: la voladura controlada de la imagen de los jueces y fiscales, para presentarlos como unos privilegiados que sólo protestan porque les han tocado la paga extra y los permisos. Las tasas, venía a decir Gallardón, las pidieron ellos, no sé ahora de qué se extrañan. Las exigieron porque querían trabajar menos.

Los jueces piden, entre otras cosas, la retirada de la Ley de Tasas, porque ellos no pidieron unas tarifas abusivas, sino un sobreprecio moderado que disuadiera a quien no para de demandar por deporte. Para que quien acudiera a un tribunal lo hiciera porque de verdad necesita de la tutela de los jueces. No como deporte, como hábito.

Tampoco les gusta la Ley Hipotecaria, que los relega a un papel testimonial en un proceso que siempre termina con el humilde en la calle. Ni el decreto-ley que ha cocinado en pocos días el Gobierno para parar los desahucios de los más desfavorecidos, y que, por cierto, no paraliza los intereses de demora. Piden un papel protagonista, de tal forma que el juez pueda valorar la situación de quien deja de pagar. Y, en un marco más amplio, que se le permita valorar los contratos de consumidores y empresas.

Reclaman la reforma inmediata de la Justicia, la inversión sostenida en medios materiales y humanos y la puesta en marcha inmediata de las distintas mejoras previstas, amén de un crecimiento exponencial del número de jueces y fiscales. La Justicia, afirman, es la gran olvidada de la democracia, y en los juzgados hay miles de millones de euros empantanados en interminables procesos que ven la luz a los seis o siete años.

A Gallardón lo que realmente le ha molestado es que los jueces hablen, y por eso se ha buscado un chivo expiatorio al que dirigir su tensión política, y, de paso, quitarse algo de esa presión ciudadana que reclama un reparto equitativo del dolor: no todo para los humildes. Ciertamente, el ministro, a sabiendas, ha actuado como aquel que le echa gasolina al fuego. Él confía en su proverbial sentido de la política para ganar una guerra cuyo escenario final presumía esta semana un magistrado: «Es o él o nosotros. Queremos su dimisión. Nos ha insultado. Es una guerra a muerte».