Lo apuntaba el otro día el profesor Manuel Sanchis. El último desafío «contra» Europa -contra el desarrollo europeo, que ha de menguar inevitablemente los Estados Nacionales- posee su origen en la determinación de Alemania de mirar hacia el Este. Europa ha pasado de ser un ideal a manifestarse como un ente incapaz de poner en práctica la convocatoria de un diseño común. El mayor reto es transformar la idea de Europa en un patrón que certifique y solucione las demandas socioeconómicas de la ciudadanía. Construir Europa sin edificar los pilares de una democracia transnacional sólo conduce a la melancolía.

La incapacidad del sistema para desarrollar funciones básicas ha desembocado en el fracaso de las idealizaciones neoliberales, pero sobre todo ha dejado a la intemperie la incompetencia de los estados nacionales para superar la crisis global y la del euro. Lo dejó escrito Habermas el año pasado, y las palabras del viejo pensador alemán son refrendadas a diario por los políticos «nacionales» y por los políticos «europeos». Políticos sometidos al discurso oportunista de la demoscopia, que no legitiman las decisiones en las instituciones europeas, que son insensibles a los cambios pedagógicos sobre las opiniones públicas -centradas aún en los gobiernos nacionales y no en la construcción europea- y que no evitan la fragmentación financiera en la eurozona.

A Alemania no le fascina el proceso de construcción europeo. De hecho, lo está ralentizando, porque sus intereses son otros, o al menos no avanzan sobre ese esquema de alianzas. Su liderazgo sobre la eurozona es colosal. Y sus objetivos pivotan sobre otras realidades nacionales. Ha puesto fin a la reunificación y ha saldado su deuda con Europa tras la II Guerra Mundial. Cumplidos los propósitos, su mirada se posa en Rusia, por razones de seguridad energética, y en China, a fin de asegurarse mercados de exportación sobre su potente industria. Desde 2007, señala el profesor Sanchis, el porcentaje de sus exportaciones a la eurozona ha caído de casi el 44% a un 35%. Las garantías del futuro económico de Alemania son otro obstáculo para las alianzas con los países de su órbita.

La memoria alemana es, en la actualidad, un festival esquizofrénico. Por un lado, urge a los países a políticas de austeridad inamovibles porque todavía le sobrevive el fantasma de su derrumbe económico, con la república de Weimar como emblema, si bien sus intereses bancarios -¡qué casualidad!- coinciden con el abrupto esquema moral. Por otro lado, protege los Estados nacionales como si no hubiera entendido que el drama de su historia en la primera mitad del siglo XX partía de un origen: la estructura independiente de esos mismos poderes.

El deslizamiento de Alemania hacia el Este -y hacia China- agrava la situación de la débil eurozona en un momento crucial. Se diría que ha renunciado a liderar su construcción. O al menos, la objeta de forma contundente. Su indolencia o apatía hacia Europa puede ser la puntilla que esperan los gobiernos para acentuar su desidia o indiferencia sobre las iniciativas actuales de «recentralización» europea. Con una crisis galopante, la impugnación de las voluntades que habrían de consumar la eurozona no hace sino añadir más descrédito al proceso, que parece pender de un maleficio.