Una vez más abrió el buzón para coger el correo. Cartas de bancos y gruesos folletos de publicidad se agolpaban en el escueto espacio. Cogió los folletos y los metió en el buzón del vecino y ojeó con desgana los anagramas de los bancos. No hacía falta abrir los sobres. Sabía lo que contenían. Deudas, avisos, advertencias en tonos desabridos. Hacía ya meses que había tirado la toalla. No sólo sabía -estaba convencido de ello- que no iba a encontrar trabajo. Contaba los días para su desahucio, en una macabra cuenta atrás que no sabía en qué número acabaría. Por las noches miraba al techo en la oscuridad de su cuarto pensando qué pasaría cuando eso ocurriera. Eran pensamientos negros que, llegado un punto, no sabía cómo seguir. Tenía miedo. La incertidumbre le corroía día a día el ánimo. Sus amigos casi habían desaparecido. Estaban cansados de sus malas pulgas, de su pesimismo y apatía sin fin. Él también se había cansado de las palmadas en la espaldas acompañadas de un «ánimo» que sólo le deprimía más.

La Navidad llegó casi sin darse cuenta. No tenía cuerpo para fiestas. Su mujer y sus hijos intentaban preparar la Navidad, pero él los evitaba para no amargarles más. No podía evitarlo. Era un fracaso de persona. Se había ganado a pulso su soledad, regada de algo de vino con sabor químico y bocadillos con más pan que contenido. La esperanza ya hace tiempo que se la comió azuzado por el hambre. Sabía que no es lo último que se pierde. Es el hambre lo que acompaña siempre al pobre. Y cuando dejan de tener hambre, es que han muerto. Es la maldición del desgraciado.

La Nochebuena se acercaba mientras rumiaba su desgracia día a día a falta de un plato más suculento. Se durmió sólo en el sofá, ayudado por un tetrabrick de vino que goteó al resbalarse de su mano ya sin fuerza. El sueño fue agitado, lejos del sopor alcohólico que lo envolvía habitualmente. Vio a sus padres, ya muertos, llorando. Sus hijos y su mujer huían aterrados de su lado. Sintió sus huesos crujir bajo las dentelladas de un monstruo que lo escupió sin remisión cuando ya no tenía jugo.

Por la mañana despertó con dolor de cabeza y esa boca pastosa que le resultaba tan familiar. Pero sobre todo con el malestar más agudizado. Esperaba un milagro de Navidad y se encontró con la pesadilla de su vida atormentándole con mayor crueldad. Estaba cansado. No tenía futuro y el pasado le perseguía. Su mujer entró y le saludó con tristeza. «Otra noche más en el sofá y ya casi sin dinero», pensó. Encendió la tele. No soportaba el silencio de su marido. Cogió el tetrabrick que estaba tirado sobre un montón de cartas. Las recogió y se las dio a su marido, que las paseó de una mano a otra sin pensar hasta que le llamó la atención una escrita a mano. La abrió. Era de Rafael. Un primo suyo de Córdoba. Le deseaba feliz Navidad y suerte. Tópicos navideños. Y entre los tópicos, un décimo de lotería, el 64.204. Mientras, en la tele hablaban: «64.204. Cuatro millones de euros a la serie».