En Madrid se palpa que la tensión social se ha incrementado: huelga en la sanidad pública, en el metro y el autobús; protestas de los rectores de universidad; quejas de los comerciantes y una cierta sensación de hastío generalizado. En el horizonte se otea un 2013 complicado, con nuevos recortes a la vista -se habla ya de un inminente decreto -ley que afectará a las pensiones y de la subida progresiva de la tarifa eléctrica-, con oleadas de despidos en las empresas públicas y probablemente con una nueva ristra de ajustes en el estado del bienestar. En 2008 vivimos el miedo ante la posibilidad de que las subprime provocasen una quiebra sistemática del sector financiero. La propaganda gubernamental -Zapatero y Solbes- se aplicó a negar la auténtica naturaleza de la crisis, mientras los augures oficiales pronosticaban una recuperación -vía estímulos fiscales- que nunca llegaría a materializarse. En 2010, el déficit se disparó y el epicentro de la preocupación mundial pasó de las hipotecas americanas a la deuda soberana de algunos países de la zona euro: Grecia, Irlanda, Portugal, España e Italia.

El uso del acrónimo PIGS subrayó la asimetría estructural de las economías de la UE. Ante el temor del impago, se aceleraron los recortes, mientras se disparaba el desempleo y caían los precios inmobiliarios. En sus últimos meses, Rodríguez Zapatero tuvo algo de funámbulo borracho o de boxeador noqueado. La solución clásica consistía en cambiar de gobierno y confiar en las soluciones del centro-derecha -recordando la ortodoxia aplicada por Aznar y el boom que vivió el país con la llegada del euro- y así se hizo. Primero las autonomías y luego el gobierno de la nación pasaron al Partido Popular. No fue suficiente: doce meses después, se ha extendido el deterioro de las clases medias, las instituciones se resquebrajan y el futuro se desdibuja. Sencillamente, el hartazgo social va creciendo y nadie sabe muy bien cuál puede ser el punto de inflexión. Ni siquiera el Gobierno.

¿Qué nos deparará el 2013? No resulta difícil aventurar que un mayor número de restricciones. Eso y el probable enfriamiento global de la economía, a pesar de los esfuerzos denodados de los principales bancos centrales para inyectar liquidez al sistema. Cataluña es un enigma en constante mutación sentimental que debería entrar en cauces más normalizados, si Rajoy lograse apaciguar la impetuosa ganadería del ministro Wert. En un tono más optimista cabe esperar que las constantes económicas mejoren a finales de año, porque cuando se toca suelo hay una tendencia natural a rebotar. ¿Será suficiente? Sin reformas, no lo creo.

No hace mucho tiempo, leí una viñeta en la que un cliente pedía en la barra de un bar que le sirvieran otra burbuja. Me temo que, en España, son mayoría los que desean el inicio de una nueva burbuja que dé lugar a otra etapa de bonanza. En verdad, la vida resulta más agradable si cedemos al exceso de grasa: se puede ampliar el gasto social, subir las pensiones, invertir en infraestructuras, poner al día los equipamientos educativos, subvencionar las empresas poco rentables, etc. Aunque el colesterol se adhiera a las arterias, el efecto de la embriaguez diluye cualquier recelo momentáneo. Pero la burbuja no volverá. O mejor dicho: sí que lo hará algún día, y entonces habrá que saber afrontar las consecuencias de la resaca - no como ahora. Y eso supone incrementar el capital humano, invertir con inteligencia, rediseñar la arquitectura pública, impulsar la competencia frente a los oligopolios, reformar los colegios profesionales, el mercado laboral y el funcionamiento de la estructura local, ahorrar. En definitiva, preparar el mañana en clave de futuro, ya saben: decir adiós a la cultura de la burbuja.