Ocurrió en febrero de 2009. Me han dicho que Enrique, aquel anciano protagonista de este reconvertido cuento de Navidad, ya no está...

«Sin florituras: el viejo olía a meados. Mientras en los periódicos que yo leía en la sala de espera del Clínico el juez Garzón se convertía de cazador en venado, el aún ministro Bermejo se arrepentía de sus fotos entre animales muertos sin licencia, los partidos nacionalistas iban como siempre a lo suyo, IU seguía apareciendo poco en los periódicos excepto en algún titular a favor de la República, el PP miraba sólo por la mira telescópica de su escopeta política al PSOE y el PSOE seguía aún gobernando con medidas más que menos improvisadas a golpe de popularidad estadística, aquel viejo intentaba salir del hospital por la puerta de Urgencias.

El anciano se agarraba como podía el pantalón de pijama que le venía tan grande, al parecer, como la vida. Con la otra mano se apoyaba en una muleta demasiado corta, y a pasitos más cortos aún deambulaba preguntando a quien quería escucharle. No pedía, no levantaba la voz, no tenía ningún signo de ebriedad ni venas dilatadas en la cara. Era una figura enjuta, resistente pero frágil, un junco vencido pero no roto. Una médico muy joven y muy guapa le atendió tras tropezar con él. Hacían una extraña pareja, como un tarro de agua de perfume y una zapatilla abandonada por el uso. Se hacía de noche y el relente y la humedad recordaban que también era invierno en Málaga.

La doctora al menos le escuchó. Le despidió con una sonrisa profesional que siempre se agradece en una cara bonita, incluso cuando no te resuelve nada. Incluso cuando te dice, para desesperación del viejo, que no hay una ambulancia para llevarte a casa. El hombre la vio, agarrándose el pantalón del pijama, alejarse como una gacela médica dentro del hospital, y se volvió a la calle ya oscura.

Al salir a tomar el aire y apoyarme bajo el letrero de Urgencias ya iluminado, vi al viejo volver cojeando desde la parada de taxis. Acostumbrado, supongo, a capturar miradas ajenas, atrapó la mía y no dudó en acercarse. Hablamos. Le habían traído en un coche particular porque se había caído en la calle. Sus palabras eran claras y coherentes, aunque dolidas. Enrique, así se llamaba, vivía en el almacén de una cafetería de un polígono en Málaga. Me dijo que no tenía a ningún familiar vivo. Me enseñó el dinero para el taxi en la mano, pero ninguno de los taxistas le quería llevar. Mi hermano habló con ellos, pero nada.

El viejo se agarró de mi brazo. Mi hermano fue a por su coche. Puso un periódico sobre el asiento de atrás y dejó entreabierta la ventanilla para el olor. Algunos familiares de pacientes que sí les tienen como familiares miraban al viejo desarrapado subir con dificultad al Mercedes negro con asientos de cuero. «¿Usted querría ser mi amigo?», me preguntó antes de irse€» A mi hermano Antonio dedico este no cuento de Febrero en Navidad.