Hay momentos en la vida en los que uno sospecha que la humanidad avanza más rápido que los modelos del iPhone y que, a fuerza de progreso, algunos ya estamos en la cuneta de la ignorancia. Momentos humillantes como cuando uno pierde la tarde tratando de descifrar el recibo de la luz; como cuando los hijos nos dan la carta a los Reyes Magos y parece imposible que hayan aprendido a escribir en japonés con este sistema educativo; como cuando se lee que Gerardo Diaz-Ferrán no tuvo que pagar nada a Hacienda después de hacer la declaración del IRPF de 2009 y que en 2010 le devolvieron 2.000 euros.

Hay una larga tradición sobre que los números encierran una especie de magia divina. El mundo está hecho de guarismos y la realidad se cambia tirando de aritmética. Últimamente estarán ustedes descubriendo con dolor que esta escuela pitagórica está muy de moda y parece que salir de la crisis consiste en restar y restar trabajadores, gasto, inversión y liquidez hasta obtener el cero absoluto en economía. Verán que estamos haciendo la cuenta inversa, pues lo que nos llevó hasta aquí fue sumar, sumar y sumar codicia, crédito y ladrillo.

Los números cantan y mandan, va a ser que sí. Habrá que atribuir, por tanto, a esa alquimia numérica de contables y asesores económicos, el prodigio de que un señor que en 2007 declaraba bienes por valor de 93 millones, dos años después pusiera un cero patatero en la casilla final del IRPF y en 2010 incluso fuera compensado por el Estado. Muchos pueden lamentar no tener al alcance de la mano el libro de conjuros fiscales de Díaz-Ferrán, ese prestidigitador de la cifra. Pero a mí, que soy de letras, a bote pronto lo que se me ocurre es que todo este asunto me sale a devolver. Como reacción física, digo.