Es célebre aquella afirmación de Albert Camus según la cual el único problema filosóficamente serio es decidir si uno debe suicidarse o no. Probablemente tenía razón, a la existencialista manera de sus escritos primeros. Pero para aquellos que, con más o menos acierto, decidimos no levantar la mano contra nosotros mismos, el problema filosófico más relevante desde el punto de vista de la experiencia vital es otro, a saber: el tiempo. Por debajo de la espuma de los días, silenciosamente, el tiempo va pasando para todos, sin que podamos hacer nada para evitarlo, seamos o no conscientes de ello: ni el niño que vive embebido en el ahora, ni el anciano que pasa sus días pensando en el ayer, tienen la más mínima capacidad para frenar su curso, ése que las vueltas de los calendarios marcan de forma cadenciosa y aburrida. Ahora termina otro año y ningún acontecimiento público mitiga el drama privado que supone ir siendo, cada vez, un poco menos de lo que éramos.

No hace falta haber leído a Nabokov para saber que el pasado es una representación teatral escenificada por nosotros mismos y el futuro no existe. Sí, es en el presente donde estamos, pero nos vemos constantemente impelidos a revisitar nuestra historia y a proyectarnos en el tiempo aún por venir. De alguna manera, la realidad nos desasosiega; por eso vamos con el pensamiento hacia delante o hacia atrás, porque son lugares inmaculados por razón de su cualidad imaginaria. ¡Qué felices vamos a ser! ¡Qué felices éramos! Mientras tanto, no obstante, el tiempo pasa. Y al hacerlo, va restringiendo nuestras posibilidades vitales, va achicando el espacio, nos recuerda todo aquello que ya no podemos ser y todas las decisiones que nos trajeron a donde estamos, pero podrían habernos llevado a otro sitio. Ese otro sitio se convierte así en el objeto de nuestra nostalgia, en la utopía personal de cada uno, la vida en sombra que acompaña en paralelo a la vida que vivimos, como si protagonizáramos un cuento metafísico de fantasmas de Henry James. Por eso somos cada vez un poco menos: porque cada día que pasa podemos llegar a ser menos personas y somos más obstinadamente una sola.

Sin embargo, ¿qué se puede hacer? Es en el tiempo donde vivimos y en el tiempo donde nos condenamos o redimimos. La creencia en una experiencia ultraterrena, cuyo signo depende en cada caso de la cantidad de bien o mal que hayamos hecho en vida, no es más que la entrañable fantasía de una especie que, como decía Borges, es la única mortal: los animales ignoran que van a morir. Así que es perfectamente razonable pegarse un tiro cuando nos enteramos de que un día dejaremos de existir. Sucede que el instinto de vida es más fuerte que el instinto de muerte, por decirlo en términos anticuadamente freudianos; por eso la mayoría prefiere apartar esa idea de su cabeza y salir a tomar un café.

De ahí que la vida consista en hacer cosas, en dejar cosas hechas, o en pensar en aquellas cosas que vamos a hacer. No hay otra manera de estar en el mundo, aún cuando todo lo que uno quiera hacer sea tan banal como dormir la siesta. Ya decía Jeremy Bentham, el utilitarista inglés, que tan válido es leer un libro como hacer ganchillo, si el resultado es la felicidad individual. Otra cosa distinta es que, al llegar a los sesenta años y mirar atrás, se arrepienta uno de no haber hecho nada significativo. ¡Pero en realidad, da igual! Quien no se arrepiente de una cosa, se arrepiente de la contraria. Porque se llora lo que no se hizo, sea eso lo que sea; se llora no poder volver a hacerlo. Y se llora aquello que se ha perdido, ya sean familiares, amantes o amigos.

Elías Canetti decidió rebelarse contra la muerte y no reconocer su jurisdicción; decidió no morirse. Hay que decir, en su honor, que aguantó hasta los ochenta y nueve años; después no pudo sino morirse también. Podríamos, más modestamente, rebelarnos contra el tiempo: hacer la revolución de los vivos. Pero el tiempo no admite insurrecciones. Así que mejor habitarlo pacíficamente y salir a tomar ese café.