En el college americano donde estuve enseñando hasta hace una semana, tuve un alumno que era hijo de inmigrantes mexicanos. Este alumno había nacido en Los Ángeles y había vivido los primeros años de su vida en un garaje, que tuvo que compartir con otras familias de inmigrantes en un barrio castigado por la delincuencia y las drogas. No sé si en aquel momento los padres de este chico eran inmigrantes legales o no. Tampoco sé muy bien en qué circunstancias habían cruzado la frontera. El caso es que consiguieron salir adelante: se compraron una camioneta (una «troca», como la llaman los hispanos), con la que el padre empezó a hacer reparaciones y encargos por toda la ciudad, y luego pudieron comprarse una casa propia. A pesar de que vivir en un garaje no es una experiencia agradable, mi alumno no tenía malos recuerdos de su infancia, sino más bien todo lo contrario. Un día me contó lo feliz que se sentía cuando iba con su padre en la «troca» escuchando la radio. Se sabía de memoria cientos de canciones. Y hasta sabía asociar cada canción con el punto concreto de la ciudad donde la había escuchado. «Berendo Avenue», me dijo una vez cuando hablábamos de una canción de Neil Young.

Como aquel alumno era un lector voraz, le regalé un libro de relatos de Juan Rulfo, El llano en llamas, pensando que le interesarían aquellos cuentos que contaban la historia terrible del México de los años post-revolucionarios con el mismo lenguaje que hablaban los campesinos que la habían tenido que sufrir. Mi alumno leyó el libro en dos o tres días, y me dijo que le había costado entender algunas cosas, pero que aquellos relatos le habían encantado. Según me contó, su abuelo era de un pequeño pueblo del interior de México y había vivido muchas cosas como las que contaba Rulfo en sus relatos. «Seguro que tu abuelo hablaba así, como los personajes de Rulfo», le dije. «Sí, hablaba así -me contestó-, pero no hubiera podido entender este libro porque era analfabeto».

En España suele haber mucho sentimiento antiamericano (a veces justificado y a veces pueril), pero me pregunto si alguien se ha parado a pensar en el milagro que supone la educación pública americana. La escuela de Sandy Hook, donde murieron cinco profesoras intentando proteger a sus alumnos, era una excelente escuela pública como las que hay a miles en Estados Unidos. Y este alumno mío, nieto de un campesino analfabeto de México, e hijo de unos inmigrantes que habían tenido que vivir en un garaje de Los Ángeles, es una prueba de que la educación pública es capaz de llevar al nieto de un campesino analfabeto hasta la universidad. De todos modos, no conviene olvidar que este alumno contó con el apoyo de una familia entregada que se empeñó en que su hijo tuviera una buena educación. En España hay demasiadas familias que creen que con el simple hecho de mandar a sus hijos al colegio ya está todo hecho, y por eso se olvidan de leerles un cuento por las noches, o de ayudarles a preparar las clases, o de educarlos con un mínimo de exigencia y de responsabilidad.

Cuento la historia de este alumno porque ahora se está planteando en España una nueva reforma educativa, y no sé muy bien si los intereses políticos -o más bien sectarios- van a prevalecer una vez más sobre los verdaderos intereses educativos. En Europa casi nadie tiene ya abuelos analfabetos y parece que nos hemos olvidado por completo del valor de la educación. Incluso muchos inmigrantes que sí tienen abuelos analfabetos desperdician las oportunidades que les ofrece un magnífico sistema educativo. Pero en Estado Unidos, por lo que he podido conocer de primera mano, las cosas están un poco mejor, no sé si porque los programas son más flexibles o porque la educación no está sometida a las intromisiones políticas que tenemos en España. En Estados Unidos las escuelas tienen programas especiales para la acogida de los alumnos inmigrantes que no saben inglés. Y por lo que he visto, los profesores cuentan con el respeto y la simpatía de la gente (algo que se ha perdido en España, me temo). Me bastó dar un pequeño paseo con un profesor del instituto local para ver los afectuosos saludos que le dedicaban en la calle. Y no era fría cortesía de vecinos, sino que en aquellos saludos había confianza y había aprecio. Las cinco maestras muertas en la escuela de Sandy Hook supieron demostrar por qué se merecían esta confianza y este aprecio.