Adoro las ciudades bellas. Detesto los bodrios de cemento y hormigón. No soy nada original en esto, lo sé, pero también sé que la belleza y la fealdad tienden a crecer en la misma proporción. Hay ciudades que nacieron como aldeas primitivas en lugares arriscados y luego, por el negocio de la mina o de la industria pesada, crecieron y se desarrollaron desmedidamente llegando a convertirse en enormes y destartaladas urbes. Otras ciudades, por el contrario, proyectaron el futuro trazado de sus museos, de sus bellos edificios, de sus famosas y humanizadas plazas, bajo el influjo de grandes artistas y arquitectos que aconsejaban a los estados religiosos o imperiales. Hay ciudades bellas pequeñas y las hay gigantescas.

Italia es un ejemplo de concentración de joyas urbanas que se recorren a pie y se disfrutan en pocos días. Florencia y Venecia, por ejemplo. No es el caso de Roma, a caballo entre una ciudad mediana y una gran ciudad, miles de años de civilización y de arte desparramados por sus calles y plazas.

Ciudades grandiosas en arte y estilo son, por ejemplo, Barcelona, Nueva York, Buenos Aires, Berlín, Paris, Lisboa. Existen muchísimas más en las que he gozado de su esplendor, pero no voy a hacer un catálogo de belleza urbana, sino a quejarme de la cerrilidad de quienes quieren hacerse dueños de algo que es de todos. Las ciudades bellas, grandes o pequeñas, son nuestras y no pueden cerrarse al mundo. Esas urbes enormes, que necesitan de semanas para ser medio conocidas, que concentran arte y belleza en proporciones tremendas, que protagonizan los avances culturales y de las ciencias y las artes, no son exclusivas de sus estados y ni siquiera de sus habitantes. Nos pertenecen a los turistas, a los visitantes, a sus enamorados. Son patrimonio real de la humanidad, símbolo de unión entre los pueblos y no de distanciamientos y desencuentros.

Asomarse a esas hermosas ciudades, plenas de vida y de arte, de historia y de sonoros silencios; adentrarse en el corazón de su universalidad, paladear un martini en sus terrazas, admirar la monumentalidad que lo inunda todo, extasiarse ante el rico trasiego del paisanaje de razas y lenguas, constituyen el summun de la convivencia y del entendimiento humanos. Ese gran teatro del mundo, en el que sobran las exclusiones del idioma, las intransigencias, me recuerda una acertada frase del escritor Irwing Shaw, quien, enamorado de los parisinos Barrio Latino y Montmartre, como yo lo pueda estar de las Ramblas o de Alexander Platz, sostenía que sentarse a ver pasar la gente es el espectáculo más antiguo, gratificante y barato del mundo. Y el más libre, añadiría yo. Quieren robarnos la belleza.