Regalos que no se anuncian en la tele, que no se encuentran en los grandes almacenes, que no cuestan dinero (o solo la calderilla del dinero, la parte del dinero de la que el dinero se avergüenza), que nos podemos permitir todos, regalos que no parecen regalos pero que por eso mismo son los mejores y únicos regalos de verdad, que hacen felices sin llevar implícita la idea de que la felicidad y el amor pueden comprarse (e incluso que la felicidad y el amor, para serlos de pleno derecho, deben comprarse, que si no se demuestran con un gasto mínimo de euros son deleznables, inservibles como regalos, casi un insulto a quienes están dirigidos), humanos.

Apretar la mano de un enfermo. Apoyar la cabeza en el hombro de alguien. Susurrar un secreto en voz baja dentro de una caja de zapatos, envolverla con papel de periódico y dársela a quien amamos. Dibujar una espiral en el espejo empañado del cuarto de baño para que el siguiente en usarlo tenga por fin el plano que lleva a su corazón. Contar cuentos. Cantar canciones. Inventarse un planeta sin injusticias y entregar pasaportes para visitarlo. Sonreír. Seguir sonriendo. Sonreír hasta que la sonrisa de uno se vuelva contagiosa. Enseñar a hacer pajaritas de papel. Hacer fotos sin cámara de fotos (con las manos enmarcando el vacío y haciendo click chascando la lengua) y pedirles a los demás que también lo hagan y luego montar entre todos una exposición en un no-lugar (una no-galería de arte, una no-casa particular, un no-parque público) consensuado entre todos. Dejar de llevarle la contraria al que siempre llevamos la contraria. Dejar de estar de acuerdo con quien siempre estamos de acuerdo. Hacerle a alguien socio de una biblioteca y guiarle por entre las estanterías de libros. Pararse a escuchar los pájaros que pueblan las ciudades y en los que apenas nos fijamos por culpa de los autobuses, de los coches, de las conversaciones, del estado de distracción crónica que padecemos la mayoría. Tocar más. Besar más. Abrazar más. Ser más en el otro, con el otro. Ser más y mejor el otro. No bajar la mirada. Abrigar al que tiene frío. Aceptar. Escribir poemas o cartas o mensajes alegres u ocurrencias en la arena de la playa (con el talón del pie, con un palo) y sentarse a esperar hasta que la marea y los otros paseantes con sus huellas lo vayan borrando poco a poco. Empujar el coche de un desconocido al que se la descargado la batería.

Regalos sencillos que cualquiera puede hacer sin recurrir al dinero. Llevarle un plato de sopa y unas croquetas al anciano solitario del cuarto. Dar las gracias cuando toca. Estar abierto a lo abierto (el corazón, los brazos) y abierto a lo cerrado para darle a éste una pauta que le permita irse abriendo paulatinamente. Regalos que nos hacen personas a las personas. Regalos que alejan a las personas de la feroz y omnipresente tiranía de los objetos. Regalos que son, en sí mismos, una crítica de esta sociedad que ha entronizado los objetos y que les da instrumentos para que gobiernen nuestras vidas. Regalos que son emociones, sentimientos, gestos, posibilidades, complicidades, ensoñaciones, deseos, imaginaciones, calideces, entusiasmos, motivaciones, impulsos, solidaridades. Regalos que nos podemos permitir todos. Regalos que, así enunciados, y por comparación con los regalos rutilantes de las vallas publicitarias y los escaparates, tienen un punto de cursilería, de menesterosidad, de insuficiencia. Pero no: son regalos válidos, los únicos regalos de verdad.