Lo dijimos en otra ocasión: cuidado con la nube, que tiene dueño. Y además, nada es gratis. Me refiero a «la nube» como conjunto de servidores conectados a la red que ofrecen espacio para nuestros documentos e incluso programas para trabajarlos. No reviente el disco duro de su PC, no vaya copiando archivos entre el portátil, la tablet y el móvil. No es necesario que cree su propia web para mostrar las fotos de las vacaciones. Ni que compre un programa carísimo para retocarlas. Todo eso está en la nube, y en gran parte de forma gratuita. Pero «nube» es una metáfora, derivada de otras expresiones igualmente metafóricas, como «subir» y «bajar» documentos. En realidad, la nube son unos aparatos muy concretos equipados con unos programas determinados, y unos y otros son de propiedad privada. Privada y lejana: grandes compañías que por su dimensión y características escapan a las legislaciones nacionales. Esta gente tiene la llave maestra de los cajones virtuales donde hemos guardado nuestros archivos, que tanto pueden ser bagatelas como tesoros valiosos. Y si nos despistamos, pueden hacer con ellos lo que quieran: por ejemplo, sacar dinero sin nuestro permiso y sin avisarnos siquiera. Porque nada es gratis. Todo lo que tiene un coste, tiene un precio, y si no se paga directamente nos lo cobrarán de otro modo. He aquí lo que ha estado a punto de ocurrir con Instagram, la nube para fotografías que no sólo las guarda y permite compartirlas, sino que incluye herramientas de retoque. De repente, los usuarios más atentos se dieron cuenta de un cambio de política de privacidad que, según cómo se lee, venía a decir que los dueños podían coger nuestras fotos y utilizarlas en publicidad. Se ha organizado un buen pitote y los dueños han tenido que dar marcha atrás. Sinceramente arrepentidos o, más probablemente, al acecho del día en que estemos mas distraidos. ¿Y quién es el dueño de Instagram? Pues desde hace poco está en las mismas manos que Facebook, esa otra nube donde millones de personas depositan inocentemente todas sus confidencias, incluidas privacidades que no cuentan a la familia. El día que se las encuentren integradas en un anuncio o como trama de una teleserie se arrepentirán de no haber consultado a un abogado antes de marcar esa casilla tan peligrosa que reza: «declaro que he leído y que acepto las condiciones de uso y de privacidad del servicio».