Muchos recordarán como en los años setenta del siglo pasado el gran cineasta sueco Ingmar Bergman se exilió voluntariamente a Alemania después de que el Estado sueco le acusara de evasión fiscal.

Este mes ha sido noticia otro hombre de cine, el actor francés Gérard Depardieu, que en protesta contra la decisión del Gobierno socialista de François Hollande, de subirles los impuestos a los ricos, decidió establecer su residencia fiscal en una localidad más bien fea de la vecina Bélgica.

La fortuna de ese actor que ha interpretado a personajes históricos y legendarios de la Galia como Danton u Obélix, la calcula The Wall Street Journal en unos 120 millones de euros. Más que suficiente, se le ocurre a uno, para vivir confortablemente.

Depardieu critica duramente al Estado francés, pero sin que nadie discuta su gran talento de actor, no parece tener en cuenta para nada que ese mismo Estado ha apoyado generosamente a base de subvenciones y reglamentaciones a la industria cinematográfica que le ha hecho millonario y famoso en todo el mundo.

La actitud de Depardieu y de otros como él le recuerda a uno en cierto modo la de los héroes de las novelas de la rusa emigrada a Estados Unidos Ayn Rand (1905-1982).

La autora de «El Manantial» y «La Rebelión de Atlas» sólo veía en el egoísmo racional el principio moral que debe guiar al individuo. Rand se olvidó a su vez, entre otras cosas, de que la Revolución rusa, que tanto detestaba, había permitido por primera vez a las mujeres como ella estudiar en la Universidad. Ella sólo creía en el talento individual, amenazado en todo momento por el colectivismo. Para Rand, el individuo sólo existe por y para sí mismo y en ningún caso debe sacrificarse por los demás.

Así, en su distopía «La Rebelión de Atlas», algunos de los ciudadanos de mentes más productivas del planeta se niegan a ser explotados por el Estado y desaparecen uno tras otro para, con su huelga de talentos, detener «el motor del mundo». Y el arquitecto protagonista de «El manantial» es capaz de dinamitar unas viviendas sociales que ha diseñado sólo porque se han modificado sus planes originales para acomodarlos al gusto imperante sin que le preocupe para nada las consecuencias de su acción para la colectividad.

Resulta estremecedor el que, según una encuesta realizada en los años noventa en Estados Unidos, «La Rebelión de Atlas» hubiera sido el libro más influyente, después de la Biblia, en los ciudadanos de aquel país. No extraña en cualquier caso que fuese uno de los favoritos del presidente Ronald Reagan y del ex presidente de la Reserva Federal Alan Greenspan. Y parece serlo también hoy de muchos de nuestros neoliberales.