Hace trece meses, Mario Monti recibió el encargo de formar gobierno de manos de Giorgio Napolitano, presidente de la República Italiana. Napolitano había accedido a la presidencia en noviembre de 2006, tras haber sido elegido por una mayoría suficiente del Parlamento, es decir, que su mandato tiene una plena legitimidad democrática. Monti, por su parte, tras aceptar a regañadientes el encargo y presentar su lista de ministros, fue ratificado por una mayoría aplastante del legislativo, donde presentó una moción de confianza. En el Senado obtuvo 281 votos a favor y 25 en contra, y en la cámara baja, 556 síes y 61 noes. Estas cifras suponen el récord de apoyo jamás conseguido por un jefe de gobierno en la república transalpina.

Por lo tanto, cuesta entender en qué se basan las acusaciones de falta de legitimidad democrática que se vierten contra Monti. Debe su cargo de Presidente del Consejo a una decisión democrática de organismos democráticos elegidos por los ciudadanos, y solo lo aceptó tras comprobar que el apoyo era mucho más amplio que el de una mayoría de turno. Y ha presentado la dimisión en cuanto uno de estos apoyos, el del partido de Berlusconi, ha desaparecido por razones de puro oportunismo. Es cierto que Monti no había encabezado la candidatura de ningún partido político en las elecciones, y a lo que parece, tampoco va a hacerlo ahora. En realidad, se está ofreciendo a repetir el esquema. Tiene un programa a disposición de las instituciones, y si lo quieren, ya le llamarán. Se ofrece a continuar sacando a Italia del pozo, pero no quiere pagar en las urnas el desgaste por los recortes.

Las leyes italianas no exigen que el jefe de gobierno sea el líder del partido ganador. Y tampoco las españolas. La constitución española establece que el Rey propone un presidente tras consultar a los partidos, y que el candidato debe obtener la confianza del Congreso de los Diputados. Lo mismo que hicieron Napolitano y Monti. No es obligatorio que el candidato sea el líder de nada; ni siquiera que sea parlamentario. Puede gustar más o menos, pero esas son las reglas. Es cierto que casi todo el mundo vota pensando que el cabeza de lista por Madrid del partido ganador se convertirá en jefe de gobierno, pero no tiene porqué ser necesariamente así. Y si quisiéramos que lo fuera, habría que modificar la constitución. Empezando por el artículo 68, que consagra la circunscripción provincial y el sistema proporcional dentro de ella.