El otro día fui al cine y estaba yo solo. No presté atención a la película porque estuve todo el tiempo vigilando la puerta, por si aparecía alguien. Aquel océano de butacas vacías me daba miedo, como si pertenecieran a gente desaparecida. Cuando yo empecé a ir al cine, la sala siempre estaba llena, hasta el punto de que tenías que alcanzar un acuerdo implícito con el espectador de tu derecha y con el de tu izquierda, para para decidir dónde caía el codo de cada cual. En cierta ocasión, tras defender arduamente mi territorio, me volví para ver el rostro del adversario y resultó ser mi hermano mayor, que me preguntó qué hacía yo viendo una película no autorizada. Ocurrían cosas de ese tipo. Si pusieran en fila a todas las personas con las que he compartido la sala de un cine desde mi primera película, saldrían miles o millones. Y de todas las nacionalidades, porque en los viajes siempre he ido al cine, aunque no entendiera la película, solo para recuperar esa sensación única de estar solo, completamente solo, y rodeado al mismo tiempo de gente.

Pero el otro día no había nadie en la sala. Nadie, excepto un servidor. Imaginé que mis viejos compañeros de cine se habían ido muriendo y que ya solo quedaba yo. No obstante, pensé, quizá después de mi fallecimiento, el cine continuara funcionando para nadie, por mera inercia. La idea de una sala completamente vacía, pero funcionando como si permaneciera llena, me recordó a la de la imagen del árbol cayendo en medio del bosque sin la presencia de nadie que escuchara el formidable ruido.

A mitad de la proyección decidí irme, pero apenas me había levantado cuando uno de los personajes de la película gritó:

-¡Permanece quieto donde estás!

Se lo estaba diciendo a otro personaje, con una pistola en la mano, pero yo temí que si me movía la bala atravesara la ficción y llegara a la realidad volándome los sesos. Permanecí quieto, pues, intentando coger en marcha el argumento. Pero no fui capaz. Evoqué los cines por los que había pasado a lo largo de mi vida, intentando contabilizar las horas perdidas (o ganadas) en su interior y me entró un ataque de nostalgia del que aún convalezco.