En mi infancia la Navidad se iluminaba más. No había plaza sin decorar ni paseo sin villancicos. La Navidad no era una fecha, era un estado mental, toda una experiencia. En esa época todo era más autentico, más sentido. Los niños descubrían un mundo mágico con ojos nuevos. Recorrer los puestos cogido de la mano de tu padre era una aventura que, por repetida, no dejaba de ser especial. La ciudad olía a castañas, anís y polvorones.

De aquellos lejanos días recuerdo a una señora que trabajaba en casa. Era oronda y pizpireta, cantaba siempre y contaba unas historias increíbles, incluso una vez me contó que cuando ella era niña los Reyes Magos solo le trajeron una naranja porque no había para todos.

Aquello me produjo una enorme tristeza. No sé por qué me la imaginaba a sus sesenta años vestida de niña, naranja en mano y dando las gracias por ese manjar. Para mí fue como situarla en un apocalipsis desértico y yermo de ilusión en el que reinaba el hambre. Como aquello me parecía imposible inmediatamente la empadroné en un país lejano en el que la necesidad era cotidiana y las familias se veían despojadas de lo más primario.

Hoy veo que la Navidad la han convertido en una fecha y ese país que de niño imaginé tan lejano resulta que es el mío. Todos los días sabemos de alguien que es desahuciado o pierde su empleo. La ilusión brilla por su ausencia, las calles no suenan y las plazas parecen solares. En estos tiempos la alegría anda coja y por eso no me importa que las ciudades se vistan de grisácea penumbra, paso por alto que la banda sonora sea el ruido del tráfico, incluso perdono que la decoración navideña sea un cartel de «Se vende». Lo que no permito es que también nos quiten la magia.

La Navidad supone un respiro porque, aunque brevemente, las familias olvidarán su situación, mirarán para otro lado y esbozarán medias sonrisas para sobrellevar la falta de la paga extra. Otras familias compartirán sin ostentación, reirán y llorarán, rezarán un padrenuestro o bailarán pasodobles, recordarán las historias del tío Paco o los brindis del abuelo Caco, y seguro que se desearán lo mejor para el año próximo.

Unos vendrán de lejos, otros estarán esperando donde siempre, algunos llegarán a tiempo y los menos se retrasarán con cualquier excusa para no ayudar a poner la mesa.

Del pueblo a la ciudad o viceversa, del bullicio a la tranquilidad, del estrés de lo ajeno al descanso del regazo hogareño. Se casarán decimos del niño, se tendrá presente a los ausentes, se descorcharán botellas y se intercambiarán mensajes navideños. Los cuñados discutirán del futuro europeo del Málaga, las suegras se negarán a revelar sus recetas y casi todos haremos trampa con las uvas.

Pero sea lo que pase en esas casas, en algún momento, por muy fugaz que sea, ocurrirá un instante mágico en que todo será perfecto. Los padres mirarán orgullosos a sus hijos, los niños jugarán despreocupados, y todo lo demás será solo eso, lo demás.

Por eso pido a quien corresponda que afloje el nudo, que levante el pie y nos alivie las preocupaciones. Déjenos respirar un poco, sume en vez de restar, haga lo que sea necesario. Ya sea político o banquero, no lo haga por nosotros, hágalo por el niño que una vez también fue, pero consiga que ese momento, efímero y maravilloso, dure un poquito más.

P.D.- La naranja métasela donde le quepa.