De toda ese cháchara roussoniana y patriotera que resuena desde hace meses y de manera inmisericorde a ambos lados del nordeste de la Península hay algo que no entiendo y para lo que me declaro, además, sentimentalmente incapaz. Especialmente en lo que respecta al lado catalán del asunto existe una especie de cláusula de conciencia para la que estoy fatalmente vetado; esto es, por más que lo intento y le dedico mis mejores galas en cuestiones de empatía no consigo comprender uno de los dos principios emocionales que se ponen en liza. Quiero decir, entiendo perfectamente que alguien se quiera separar de España. En mí no hay nada más natural que el movimiento centrífugo; lo que me cuesta más asimilar, y en esto soy irreductible, es que a la vez se quiera formar parte de Cataluña.

Y no precisamente porque sea Cataluña, diría sin el menor esfuerzo lo mismo acerca de la región de Murcia, la comunidad de veganos del norte o el club de damas de San Petersburgo. El apego al terruño es una enfermedad del alma, quizá la más cursi, sobre todo cuando no se trata desde un punto de vista estrictamente literario y deportivo. Lo malo es que en este caso parece que hay mucho más de ping pong dialéctico, si se le puede atribuir ese epíteto tan decorativamente hegeliano a la charlatanería de los Mas y Wert de turno. Se es español o catalán por oposición, lo que da ganas, en la medida de lo posible, de afiliarse a Andorra o sentirse pundonoramente francés, se haya nacido o no junto a la ribera de Burgos. «Eslavo con respecto a la palmera, alemán de perfil al sol, inglés sin fin, francés en cita con los caracoles, italiano ex profeso, escandinavo de aire, español de pura bestia», escribió César Vallejo. Cada uno elige su patria a medida; la mía, en todo caso, sería una aldea con guijarros y torreón románico, posiblemente dejada de la mano de Dios y de la hierba. Tener una patria afectivamente olvidada por todos, como un pueblo sumergido; eso seguro que lo recomendarían todos los especialistas.

Aunque en esta vez no todo, o casi nada, es sentimental. La patria, la charanga, no es sólo un arma, también un escudo. Justo cuando el sistema se derrumba, los gobiernos catalán y español se enzarzan en una milonga para ocultar el fracaso rotundo de sus políticas. Y aquí, oiga, pican todos, hasta el santísimo y el rey, que parece más preocupado, a tenor de su discurso, por la cuestión zalamera de la unidad de España que por problemas de verdad como el de los desahucios o los lunes al sol del grueso de los activos de la economía. Sin duda, no existe mayor estímulo para la pulsión soberanista que una cabeza como la de Wert; uno escucha pacientemente sus intervenciones y dan ganas de llamar a Gibraltar y pedir asilo. El muy señor ministro quiere «españolizar» Cataluña, al estilo de los gorilas del búnker. Es más, seguramente sin Wert y la gente Wert todo esta disputa de salón no se habría erizado hasta este punto; digo sí a la consulta. A todas. Siempre que sean para mudar la piel o largarme continuamente a otro sitio.