A pocas horas del fin de 2012 debería hacer balance. Eso sería lo justo, lo sensato, pero no estoy para pasar penas. Que cada uno haga su arqueo particular y se arrepienta de lo que crea oportuno y jure por su gato que en 2013 será más bueno, más generoso y más políticamente correcto, y cuando suenen las últimas doce campanadas del año que lo piense mejor y haga lo que le venga en gana, que no estamos para hacer más sacrificios que los que nos imponga esa mala madrastra que nos ha arruinado: la crisis.

En esta última crónica del año, permítanme que les desee un 2013 lleno de alegrías, aunque nos tengamos que seguir apretando el cinturón, que de vez en cuando no nos viene mal perder unos kilitos, no demasiados, que se nos ven más las arrugas. Y, sobre todo, pido solidaridad, no para el que más tiene porque se vaya a quedar un poco menos rico, sino para esas familias que se están quedando sin casa por no poder pagar las deudas contraídas o porque se dejaron mal aconsejar por unos profesionales que, en la mayoría de los casos, tenían la obligación que presentar esos logros mercantiles ante los buitres de su entidad bancaria. Un recuerdo muy entrañable a todos los encamados de nuestros magníficos -hasta hoy, al menos- centros hospitalarios y a los profesionales que les atienden con todo el cariño y la dedicación, a pesar del dudoso futuro que se les presenta. También, un recuerdo para nuestros mendigos callejeros que están pasando un mal invierno por las bajas temperaturas y por la falta de solidaridad humana. Sé que, aunque nos dicen que no les debemos acostumbrar a nuestras dádivas, yo les respondo que salgan una madrugada de lluvia y les verán temblar de frío y de hambre.