La lotería es la ilusión descifrada en cinco dígitos. El último gran sorteo la refrenda como el único factor de cohesión estatal, por encima de la selección de fútbol al tratarse de una fe de pago. El azar es la institución irreversible que logra incluso una competición geográfica en igualdad de condiciones. El instinto de emulación -podrían ganar nuestros enemigos o, peor todavía, nuestros amigos- y el aditivo navideño hacen el resto. Ya sólo creemos en la lotería.

Las recompensas del azar desnudan peripecias económicas protegidas por la circunspección imperante en un país de hidalgos. Un pintor jubilado de Alcalá de Henares adquiere notoriedad por un premio de cuatro millones de euros, lo cual implica que invirtió 2oo euros en acertar el Gordo. Esperemos que en Alemania no se enteren, porque su dispendio constituye un poderoso argumento en favor del recorte de las pensiones.

Dado que los ciudadanos de cualquier edad confían lógicamente en la lotería antes que en el Gobierno, el procedimiento ideal para congelar las antedichas pensiones consistiría en organizar un sorteo para jubilados, donde hubieran de invertir obligatoriamente la cantidad a descontar. Devolverían gustosos su cuota a cambio de la hipótesis de un premio. La misma táctica lograría una restricción indolora de las prestaciones por desempleo, y así sucesivamente.

A propósito, el titular de la semana reza que «Un parado gana...» Son los guiños de la estadística porque, con cinco millones de adultos sin trabajo, el acontecimiento se produciría si ningún parado se hubiera beneficiado del carrusel numérico. La fijación informativa en la suerte de los parados confirma que sólo adquieren visibilidad cuando son redimidos por el azar. Dicho de otra forma, los perdedores nunca son noticia.

El Gobierno mejoraría su exigua estima popular si aprovechara la traducción o elevación de todas las esperanzas al ámbito de la lotería. El magro salario mínimo de 650 euros puede reinterpretarse como un premio de 13 millones si se invierte en décimos del número ganador, lo cual implica una remuneración por encima de la media de los banqueros.

La lotería a todos iguala, y la proclividad de los premiados a desmenuzar su situación anterior demuestra que la riqueza no está distribuida por edades, ni siquiera atiende a la situación laboral. El bienestar económico es un dato individual difícil de precisar porque el Estado, en su afán por proteger y alentar a los defraudadores ricos, desconoce también el nivel de pobreza de los desafortunados. Lo deja al azar.