Conservo aquella moneda de cien dracmas, acuñada en el año 2000. Me la dieron, rutilante, con el cambio del pago de un café cerca de la iglesia de Agios Dimitrios en Tesalónica. Un poco después -el primero de enero del 2001- el dracma dejaría de ser la moneda de curso legal en Grecia. A partir de ese momento sería el país de los helenos el duodécimo miembro de la zona euro. No se podían comprar muchas cosas con 100 dracmas, cantidad modesta, pero aquella moneda tenía una historia milenaria y además era una pieza de una rara belleza.

La contemplo bajo la luz de esta mañana, ya cercana al final de este año tenebroso. La moneda tiene una tonalidad suavemente dorada y su aleación le da un aspecto de nobleza muy superior a su valor real. En el anverso veo la efigie del Gran Alejandro. En la parte superior aparece su nombre. Más abajo, el título de Rey de Macedonia. En el reverso brilla un sol con 16 rayos, el sol de Vergina, debajo de una elegante alusión a la Democracia Helénica y encima de la cantidad que expresa el valor de la pieza.

El euro no fue un nombre afortunado. Cercenaba una palabra tan hermosa como Europa, devaluando sus connotaciones mitológicas. La verdad es que sonaba bastante mal en los idiomas europeos que conozco. Parecía algo salido de las jergas de una tribu de jóvenes ágrafos. La primera propuesta, el ecu, podía haber sido mucho mejor. El acrónimo de la European Currency Unit tenía unas raíces medievales que se extendían al mundo germánico de los antiguos francos y al Sacro Imperio Romano. El dracma los superaba a todos. Creación de la sabiduría de los antiguos griegos, el dracma ya había seducido a los pueblos del Islam, que lo copiaron para sus monedas, sus dirhams. ¿Hubiera sido diferente nuestra historia reciente si la nueva moneda que los europeos quisieron darse a sí mismos hubiese sido bautizada con el nombre y la magia del dracma? No es fácil contestar a esa pregunta. En el último Business Insider el columnista Joe Weisenthal ha reprochado a los griegos el que abandonaran sus pueblos y sus islas, sus olivos y su mar azul, en los que brillaba el sol 300 días al año, para perseguir las falacias de un espejismo envenenado en una ciudad imposible: Atenas. Obviamente no sabían que dejaban atrás, en esas islas y en esos pueblos, la vida con la que sueñan los que viven en lugares con mal tiempo 300 días al año.

De todas formas esta pieza de 100 dracmas que recoge esta mañana la luz del sol -en fechas muy cercanas a aquella festividad que los romanos consagraron al Sol Natalis Invictis- representa una gozosa celebración de nuestra identidad europea. Tanto por la efigie de aquel héroe y rey, el Gran Alejandro, como por llevar la moneda un símbolo sagrado para los antiguos macedonios: el sol rodeado por sus 16 rayos. Lo copiaron los autores del diseño de la moneda actual de aquel otro sol que descubrió en 1977 en las excavaciones de las Tumbas Reales en Vergina el maestro Manolis Andrónico. Fue en tierras de la Macedonia Central, cerca de Tesalónica. Aquel sol había sido trabajado hacía muchos siglos por diestros cinceladores sobre la tapa de una hermosa urna fúnebre de oro, atribuida inicialmente a Filipo II. Aunque posteriormente fuera identificada como la depositaria de los restos mortales del otro hijo del rey, Filipo III.

Según otras teorías más evolucionadas, esta imagen del sol de Vergina podría ser en realidad la representación del estallido de una estrella o un planeta, en el momento de convertirse en polvo cósmico, camino de perderse en el espacio interestelar. Por eso también la llaman la estrella de Vergina. Este símbolo, sol o estrella, me reconforta en esta mañana, en este otro extremo del Mediterráneo, en aguas que también surcaron las cóncavas naves de aquellos lejanos helenos, hermanos y maestros.