Érase un hombre que compraba un décimo de la lotería de Navidad todos los años y que nunca le tocaba y que jamás se atrevía a desprenderse del décimo por si no lo hubiera comprobado bien o por si la lista en la que lo había consultado tenía algún error. También por si, de forma mágica, los números se cambiaran solos y de repente un día, al levantarse, coincidieran con los del Gordo. ¿Puede alguien que tiene esta superstición permanecer ajeno a todas las demás? Difícilmente. Por eso, este hombre llevaba una existencia doble, en una de las cuales parecía normal, mientras que en la otra vivía entregado a credos secretos que, si por separado daban risa, todos juntos impresionaban como una religión.

Una de estas creencias consistía en que si tres personas se fotografían juntas, la del centro morirá antes que las otras dos. Siempre, pues, evitaba esa posición frente a la cámara. Pero resultó que un año le tocó la lotería y salió a la calle para celebrarlo con los compañeros del bar donde había adquirido el décimo. En una de esas, encontrándose entre dos amigos a los que acababa de abrazar, llegó un fotógrafo de prensa y disparó su máquina. Al día siguiente, al verse en la primera página del periódico, pensó con amargura que junto a la lotería buena, le había tocado una mala. Peor aún: que por culpa de la lotería buena le había tocado la mala.

Pero resultó que esa misma semana murió de un infarto uno de los amigos con los que había salido en la fotografía, el de su derecha. Ese hecho empeoró todo. Pensó que aquella ruptura ilógica de las leyes de la mala suerte le acarrearía desgracias mayores. Por su gusto, no habría cobrado el décimo, pero cómo explicárselo a su mujer o a sus hijos. Siempre odió aquel dinero con el que se compraron una casa grande y en la que por accidente se le abrió nada más entrar el paraguas automático. Moriré aquí, pensó en medio de un ataque de angustia. Pero quien murió fue su esposa, a la que odiaba. ¿Creéis que sintió alegría? Al contrario, pensó que el destino le había salvado de aquella muerte porque le tenía reservado algo peor. Y así de forma sucesiva. La fe es terrible, aunque no peor que la contrafé.