Pasé por el Teatro Monumental de Madrid una noche de lluvia cernida mientras buscaba un restaurante para cenar. Varios equipos móviles de Televisión Española estaban aparcados en la puerta, y algún curioso dijo que grababan a Raphael para La 1. No comprobé el dato. Es más, entré en un debate solitario porque no pareció que fuera él sino la Orquesta de RTVE. Olvidé el asunto porque creía que el paréntesis del pasado año había bastado para no tener que soportar un año más al cantante. Pues no. Hace unos días, abriendo el portón de las navidades, el afectado artista volvió a su lugar.

Cantó su repertorio, pero el que a mí me gusta es el Raphael de los discos pequeños con sonido sucio, el que sólo aparecía con su cara de pan y su flequillo pegado a la frente en la portada, sin el martirio de sus repentes de dama ofendida. Era el Raphael que casi transgredía por sus maneras suaves en una época de machos por decreto. Hoy es patético. Repelen esas boquitas, repele ese amaneramiento que parodia su elegante amaneramiento, repele esa barroca acumulación de gorgoritos que enturbia la belleza de algunas letras, me resulta terrorista la versión de su bellísimo Cuando tú no estás, y de hecho, mientras veía en lo que ha quedado hoy esa maravilla de Manuel Alejandro, me fui a YouTube para recuperar la versión de hace cincuenta años, y allí sí encontré pasión, sentimiento, emoción, que ahora, como el resto de sus canciones, es alarido, tonterías, posturitas, payasadas de maricona vieja.

La audiencia no falló tragándose la galita. 5%. Ni 800.000 criaturas. Un fiasco. Parece que tampoco es evitable Miguel Bosé, quizá por compensar una imaginaria balanza ideológica. Es la misma tarara. Se me hizo más llevadero, pero empieza a resultar cansino. ¿Es que el influjo del cocinillas Alberto Chicote va más allá de los fogones que visita? El señor Bosé tiró el gusto por la ventana y se vistió de fosforito espanta ojos. Es un papá tan moderno. Qué horror.

Más comedido resultó Alejandro Sanz, que también tuvo su gala esta semana. Pero el sindiós es evidente en los programadores. A ver si alguien pone orden, que parece que en el firmamento sólo existieran las mismas estrellas. ¿Cuántas veces salió Raphael en los diferentes especiales? ¿Cuántas veces lo hizo Malú? De esta señora apenas conocía nada, ahora sí. Y me dejó frío. Su paso como coche -ya saben, el estúpido término que usan algunos para referirse a entrenador, profesor, consejero- en La Voz acabó con las endebles posibilidades de tomármela en serio. Así que puerta.

Fíjense que lo único que salvo de la gala de Alejandro Sanz es justo lo que no tiene que ver con la música. Paco León puso en su sitio con mucho arte envenenado a la simplona Rosarillo, a la que retrató en su torpeza como jurada del «programa del año», elevando a categoría de parodia sus ole, ole, ole, tienes una voz calentita, vamos, vamos, que eres una monstrua, le decía a Sanz.

Pero hay más. Carlos Latre nos aseguró «una noche de canciones, de baile, de humor», una noche Bailando y cantando contigo. Pues no que propuso que en casa bailáramos y cantáramos como si tal cosa. Está uno como para karaokes. Lo que me llamó la atención es lo rápido que Televisión Española ha asimilado la orden del ministro tertuliano, haciendo del deseo de José Ignacio Wert una realidad palpable, las chicas en un sitio, los chicos, en otro. A un lado, Mariló Montero. A otro, el doctor Luis Gutiérrez. A un lado, Juan Muñoz, el peor de Cruz y Raya. A otro, otra muerta recuperada del sarcófago, Mari Carmen y Doña Rogelia. Y así hasta llenar el aforo «con los coches de La 1, Cristina Mérida y Jaime Fernández», gritaba Carlos Latre, esa pareja que anima por la mañana a los pensionistas a que den brincos aeróbicos a ritmo de salsa, un despropósito diario que a estas alturas es una de las secciones más delirantes de la tele nacional. El resultado, un karaoke de borrachos, la farra de una despedida de solteros, una hora de televisión que no pasará a la historia, una buena intención devenida en tomadura de pelo.

Si nos fijamos en las galas de otras cadenas destaca con luz casi cegadora la que armaron dos magos de la televisión. Miren, por mucho que Joaquín Prat robara algunos minutos haciendo de copresentador, aunque con más presencia que Belén Esteban, 256 minutos con Paz Padilla, esa pesadilla, son muchos minutos. Verla vestida de fina, con el glamur chorreándole por su carne, rodeada de pelotas de navidad agarrada a la copita para brindar, es una excentricidad a todas luces desmesurada. La noche en Paz fue demasiado para un espectador de exigencia media. Como programa de humor, necio. Como programa de música, una estafa. Como programa de relleno, un exceso. Sé que una de mis debilidades actuales es Wyoming, no lo niego, pero viene aquí a colación porque frente a las tontas galas, frente a las gastadas galas como formato televisivo, frente a la televisión pamplinosa, frente a un tiempo de supuesta felicidad decretada, se puede hacer otra televisión palpitante, otra televisión con nervio y brío, un humor pegado a la inteligencia y no al tartazo bobo.

España se hunde, pero seguimos haciendo chistes, decía Wyoming, ¿por qué? Él mismo se respondía. Por dignidad, por romanticismo, por respeto, continuaba hasta que a uno de su equipo, que trasegaba el ordenador, le ordenó que no hiciera tanto ruido. Y ya, mirando de nuevo a cámara, dijo a los espectadores que sí, que tenía que haberles dado el día libre para que se fueran a su casa. Pero como no tienen casa...

Hablar en estas fiestas «tan entrañables» de la realidad es una obligación. Aunque sea con humor. Al rey Juan Carlos de Borbón y Borbón, en su gala anual, también le escribieron mal el guión hablando del cielo sin mirar a la tierra. Y ni siquiera la virguería de posar el culo en el filo de la mesa resultó suficiente realidad. Total, que me estoy avinagrando. Seguro que el problema con las galas es mío.