Por si hiciese falta apuntalar aún más las sospechas acerca de la inutilidad consistente de quienes nos gobiernan, de los dedicados a las tareas económicas en este caso, salta la noticia de que Hacienda ha descontado de la nómina de los funcionarios que cotizan por clases pasivas, 900.000 ciudadanos, las cuotas de la Seguridad Social de la paga de navidad, llamada extra pero que no lo es, por más que el Gobierno la haya dejado en los bolsillos ministeriales.

Un error lo puede tener cualquiera, desde luego, pero lo más curioso del asunto es que el señor Montoro había sostenido hace poco en la contestación a una pregunta en el Parlamento, como anticipando el disparate, que eso de cotizar por lo que no se cobra es del todo legal. Tremenda respuesta porque, si es así, los sueldos están sujetos al capricho del ministro. Esta vez van a devolver lo descontado de más pero en cualquier momento sería factible qué sé yo, retener el 20% de los premios de la lotería a quien no le haya tocado nada ni del gordo ni de la pedrea. De hecho, la medida no tiene por qué aplicarse sólo a los que compren los décimos porque la belleza del descuento legal está por encima de tales minucias.

Podemos quedar expuestos a que nos cobren el IBI de una casa que nunca fue nuestra pero pertenece a un vecino de una estatura parecida. Cabe la solución de mudarse a un barrio en el que la mayor parte del vecindario juegue al baloncesto, renunciar a las nóminas no sólo extras sino corrientes y jurar ante notario que las creencias religiosas le prohíben a uno participar en los juegos de azar. Al menos el Gobierno, indiferente ante la justicia, sí que se muestra comprensivo respecto de la fe y las demás virtudes teologales. Pero así, paso a paso, acabaremos entendiendo que la verdadera solución, ésa que cada vez utiliza más gente, consiste en irse a vivir y a trabajar a un país menos dado al atraco.

Montoro, De Guindos y Rajoy se publicitaron a sí mismos como el triunvirato de la ciencia económica, el equipo A que iba a sacarnos de la crisis sin más que jurar sus cargos. La cosa no parece haber surtido efecto, así que el feliz descubrimiento de que gobernar consiste en repartir dolor y no en administrar los bienes públicos ha puesto en marcha el plan B.

Se sospechaba que consistía en dejarnos a todos salvo a los asesores, cargos públicos, cuñados, doloridos y maltrechos. Pero no sabíamos que iban a terminar por quitarnos no sólo lo que poseemos sino aquello que no tuvimos jamás.