Hace mucho tiempo, 35 o 40 años, me invitaron a observar las elecciones venezolanas. No preciso cuándo, pero fue la primera vez que Adeco (Carlos Andrés Pérez) ganó la mayoría a Copei (Rafael Caldera) Estos nombres y partidos, que ya suenan muy viejos y desprestigiados por la corrupción, daban entonces imagen de normalidad democrática tras la aún reciente dictadura de Pérez Jiménez. España no había estrenado libertades y a los periodistas españoles que confluimos en Caracas nos pareció envidiable el correcto funcionamiento del consejo electoral, la tranquilidad en las calles, los mítines o las urnas y la aceptación mayoritaria de una oferta progresista donde había gobernado la derecha democristiana. El actual caudillismo bolivariano exhibe maneras más identificables con una dictadura que con un sistema de libertades. Al menos en las formas, la sociedad venezolana ha involucionado. Las expresiones de fanatismo en la casi literal adoración de Hugo Chávez son absolutamente ajenas al mundo desarrollado y no solo proyectan incultura política sino renuncia más o menos consciente a ciertos derechos irrenunciables. Lo es elegir a los gobernantes en lugar de aceptar «tirones dinásticos» como el de designar sucesor a Nicolas Maduro si las dolencias del presidente desenlazan negativamente.

Esta cooptación hereditaria en una república que se pretende parlamentaria no es única en Sudamérica, ni como tendencia ni en grado de consumación. Tampoco en otras áreas teóricamente no monárquicas del mundo, como fueron la ex-URSS y sus satélites, como es Siria, o como pudo ser Libia si la revolución árabe no se hubiera anticipado. La adhesión a los dictadores -de facha o de hecho- es casi siempre un asunto de dinero arbitrariamente distribuido, y acostumbra a degenerar en rituales personalistas incompatibles con la vivencia individual de la libertad. Las manifestaciones pro-chavistas de Venezuela despiertan vergüenza ajena porque, en el área importantísima de las formas y la imagen, se parecen más al fanatismo teocrático que a la adhesión ideológica o las afinidades electivas.

Parece indicado insistir en esa vergüenza cuando aquí observamos dejaciones democráticas amparadas en el abuso de las mayorías. No es lo mismo que en Venezuela, pero la imposición de gobernantes tecnócratas en Europa, o la aceptación (por vacio legal) de sucesores cooptados como el presidente de la Comunidad Autónoma de Madrid, la alcaldesa de la capital, el presidente de la Diputación de Orense y otros, presagia un letal paso atrás por la patrimonialización del poder y el traspaso de quienes lo ganaron a quienes ni siquiera lo pelearon. Parecen haber heredado coronas que, al contrario de la Corona, mandan y gobiernan. Que lo hagan, además, penosamente, creando más problemas de los que encuentran, no es lo peor. Lo peor es que puedan hacerlo en una democracia que se cree avanzada. Por ahí empiezan los ciclos del cangrejo.