Lance Armstrong ha sabido presentarse siempre como un modelo. Fue un campeón inigualado en sus batallas ciclistas y, al tiempo, vencedor en la batalla contra el cáncer, esa enfermedad en la que la ciencia, con todos sus avances, ha logrado menos que la mística (cultivada por las religiones) y la épica (difundida por los medios).

Armstrong fue un drogadicto modélico porque durante toda su carrera no lograron alcanzarle los perseguidores de sustancias ilegales y hasta que se retiró no prosperó la acusación de dopaje sistemático con la que le han quitado los premios pero no lo bailado. Una parte del ciclismo es la lucha al límite del hombre contra la carretera y atrae a millones de espectadores apasionados. Otra parte -del deporte, en general, y del ciclismo por su exigencia- es la química ilegal que permite traspasar los límites contra los controles antidopaje. Una carrera no tan distinta a la de los corsarios (palabra que viene de cursus, carrera) contra la flota de su graciosa majestad.

Al entrar en contradicción pública sus dos carreras, ya acabadas, Armstrong se ha pasado a la industria del arrepentimiento, también muy apreciada públicamente por sus contenidos religiosos y por su tono elegíaco, donde vuelve a ser un modelo. Preguntas directas, respuestas directas, gestos de contrición pero sin palabras de arrepentimiento porque acertó siempre, como acierta ahora que trabaja en el género autobiográfico y en la venta de derechos para el cine. Volverá a tener «la vida perfecta» de la que hace apostolado y que consisten en que, le pase lo que le pase, el portador de ella sabe caer de pie en el centro del foco, junto al dinero. Armstrong es un modelo de «vida perfecta» como ciclista, drogadicto, enfermo de cáncer e ídolo caído, caído de pie en el plató de Oprah Winfrey, primera etapa victoriosa en su carrera en el perdón, que tiene otros seguidores, otros trazados y otros premios.