Nadie me avisó, acaso porque no hubo quien viera venir lo que finalmente nos ha caído encima. Hace más de un cuarto de siglo nadie tuvo la gentileza de advertirme de que iba a dedicar mi vida a una profesión que en esos momentos estaba ya empezando a recorrer su cuesta abajo sin apenas notarlo, de que probablemente ella moriría antes que yo y me dejaría a la intemperie, en esta frontera de la mediana edad y sin saber muy bien qué hacer el resto de mi vida laboral, obligado a cambiar de caballo a mitad del río.

En aquellos días, al llegar a una redacción siempre había un periodista veterano que te acogía y comenzaba a enseñarte la verdad del oficio. Algunos te prevenían contra ella, contra su capacidad para absorber todas tus horas, para hacer que le robases el tiempo a la familia, a las aficiones, a tu propia vida, y sin embargo seguías adelante porque había algo muy fuerte que te impulsaba a querer contar una parte de la historia del mundo, al menos del que te quedaba más a mano, y hacerlo todos los días.

No podíamos saber entonces que esa profesión que tenía tanto de vocación se moriría a manos de una modernidad aún no despejada por completo, pero sobre todo a manos de empresarios y gestores a quienes, a las pruebas me remito, el periodismo les importa muy poco, gente convencida de que la mejor forma de hacer rentable un medio es vaciar las redacciones, lo cual equivale a la luminosa idea de tirar por la borda a la tripulación cuando el barco está en mitad de una tormenta, y convencidos también de que se puede seguir ofreciendo a la sociedad un famélico menú compuesto por ruedas de prensa sin preguntas, el copia y pega de comunicados oficiales y alguna frivolidad sin alharacas en las páginas finales.

Es preciso reconocer que también nosotros hemos permitido que ocurrieran estas cosas, que no nos rebelamos a tiempo, que nos dejamos convencer por turbios argumentos de rentabilidad para ir haciendo hueco a toda esa propaganda malamente disfrazada de información y ahora hemos de pagar el precio y ver cómo a miles de compañeros la vida los pone en ese lado oscuro que casi nadie ve, que casi nadie ilumina, y los que quedemos, los últimos de la fiesta, habremos de apagar la luz y aceptar, como el viejo general, que ni siquiera tendremos quien nos escriba.