Esta vez no ha esperado mucho el gallego en el rellano de la escalera antes de decidir qué camino tomar. Mariano Rajoy, acosado por la supuesta contabilidad paralela del ex tesorero del Partido Popular, Luis Bárcenas, y el clamor de la calle por la falta de ejemplaridad política contra la corrupción, ha preferido desnudarse para evitar males mayores, admitiendo con su striptease fiscal que las cosas en cuestión de salario no le van tan mal, por bien que le hubieran ido cuando era registrador de la propiedad como él mismo se encargó de insistir recientemente.

No se tendrá que escandalizar más el alcalde de Barcelona, Xavier Trias, por el sueldo que percibe el presidente del Gobierno de España, ya que si la retribución no es comparable a la suya, ni a la de un primer edil de una capital de provincia ni a la de Jesús Sepúlveda mientras presidía la corporación municipal de Pozuelo, queda demostrado que Rajoy no es un indigente salarial. No señor.

La renta desvelada por el Presidente en un intento de frenar con un gesto de transparencia personal la opacidad contable del partido que lidera o su supuesta financiación ilegal, presenta tres rasgos dignos de tener en cuenta. Primero, está el hecho insólito de que un estadista de este país se exponga a desnudarse de esta manera ante la opinión pública. Luego, que sólo haya desvelado los datos fiscales que le conciernen desde que dejó el Gobierno de Aznar ¿Qué hay del resto?, que coincide además con el período de las turbulencias Bárcenas. Por último, que no haya tenido empacho, obligado seguramente por las circunstancias, en demostrar que su sobresueldo del partido aumentó 39.000 euros, un 27 por ciento, entre 2007 y 2009, los años en que la crisis empezaba a hacer mella en el país. Y que, después de subírselo de nuevo, en 2011, todavía insistiera ante los españoles en pedirles innumerables sacrificios.

Los sueldos y los privilegios de la clase política dirigente están continuamente en discusión. En estos momentos, con cierto tono angustiado, por la difícil coyuntura que atraviesa el país y la necesidad de medidas y conductas ejemplares por parte de los servidores públicos. Sin embargo, no han faltado en el debate voces, en ocasiones de los propios políticos, dispuestas a recalcar que los salarios de los representantes del pueblo soberano no son para tanto. Así, el español tiene la oportunidad de oír o leer atónito cómo nuestros políticos cobran, por ejemplo, menos que los de los países socios europeos, entre ellos los que tienen la renta per cápita más alta. Evidentemente, en España también son más bajos, y en una proporción bastante más abultada, los sueldos de la población, en general, y el salario medio. Por si esto fuera poco, con diecisiete autonomías y un número superior de ayuntamientos y de concejales remunerados al de cualquier otro vecino, el asunto no parece que tenga vuelta de hoja.

Pero el problema no es siquiera que el presidente del Gobierno, en una situación tan grave como la actual, cobre un sobresueldo declarado de su partido que, además, sube en un 27 por ciento mientras el resto de los salarios se congelan o desaparecen en un país que camina hacia los seis millones de parados. No es que el Partido Popular, en este caso, se valga de la subvención pública, el 90 por ciento de lo que ingresan sus arcas, para mejorar retributivamente a sus más altos dirigentes. Ello puede que no sea ejemplarizante ni moral, pero si está amparado por la legalidad. Mariano Rajoy lo ha visto claro, a la hora de desnudarse ante la opinión pública desvelando sus declaraciones de la renta.

Es posible que el presidente del Gobierno no sea recordado por predicar con el ejemplo en momentos de crisis. Pero ya que no lo hace, sí tiene, en cambio, la oportunidad moral de acabar con las conductas reprobables de quienes llegan a la política para enriquecerse, y a los cargos públicos para servirse de ellos. Siempre, claro está, en la medida que le compete como jefe de Gobierno y líder de uno de los grandes partidos nacionales. Una cosa es cobrar sobresueldos, quizás onerosos para el erario en las actuales circunstancias, y declararlos a Hacienda, y otra diferente montar un entramado dentro de la propia organización para financiarse de modo ilegal, con ingresos procedentes de unas donaciones, en algunos casos auténticas extorsiones por la manera en que se producen. O aprovecharse directa o indirectamente del papel determinante en las administraciones públicas, las contrataciones, etcétera. ¿Hay algo de eso en los pliegues ocultos de la famosa contabilidad «apócrifa» de Bárcenas? Esos es lo que quieren saber los españoles y exigen que aclaren los dirigentes populares.

Todo lo que ha rodeado al Partido Popular desde que viese la luz la trama «Gürtel» no ha hecho más que dejar constancia, cuando menos, de las filtraciones que han acabado por erosionar la imagen pública de la organización sobre la que reposa un gobierno en horas difíciles. Esa permeabilidad y sus mecanismos contables procedentes de la anterior etapa aznarista fueron detectados, según se dijo inicialmente, tras la asunción de la nueva secretaria Cospedal. El hecho de que Rajoy haya podido presentar su declaración de manera transparente prueba que las cosas empezaron a hacerse de forma distinta a partir de un instante. Que el Presidente no haya declarado las retribuciones de la etapa Aznar, unida a la supuesta contabilidad de Bárcenas, deja en el aire la sospecha de si antes se hacía de manera distinta.

Jesús Sepúlveda, marido de Ana Mato, la ministra que Rajoy ha decidido apoyar, al menos públicamente, para que no tome el camino que los españoles creen que debe tomar, perdió ayer su empleo en el PP después de haberlo conservado inexplicablemente. Encarnó mejor que nadie esa imagen paradigmática del servidor público que llegó, además de modo madrugador, a la política para servirse de ella.

Probablemente para librarse del polvo del camino al gallego no le baste con el striptease fiscal y tenga que tirar de la manta hasta que se queden a la intemperie unos cuantos. No sólo desnudos, sino a la intemperie, porque en la política el extendido retrato robot de la corrupción no vale ya para mitigar el desánimo de un pueblo deprimido y ciertamente muy enfadado.