Una de las primeras piezas en venderse en la actual edición de Arco ha sido una instalación de Juan Muñoz de 1989 titulada «Esperando a Tom (y Jerry, claro)». Lo que ha adquirido el cliente, que ha pagado por ello 100.000 euros, son los planos para practicar una ratonera en la pared y un certificado de artista. Una ratonera, es decir, un agujerito a ras de suelo, es decir, algo que cualquier aficionado al bricolaje podría realizar en pocos minutos y con materiales cuyo costo no superarían los 5 euros. Una diferencia es que el aficionado al bricolaje no podría vender esa obra por ninguna cifra astronómica y que, de hecho, se reirían de él si lo intentase. Otra diferencia, consecuencia o causa de la anterior, es que el aficionado al bricolaje no podría presentarse como artista ante nadie (o de nuevo las risas): su obra es la propia de un albañil, no la de un creador. De ahí el certificado que se expide junto con los planos para horadar el tabique: para poder demostrar que uno no lo hace porque se le haya ido la olla, sino porque ha sido visitado por las musas y le han encomendado una tarea divina. Lo único que tienen en común el aficionado al bricolaje y el artista es que lo que tocan (el martillo, el cincel, el cartelito que pega la galería junto a la obra, la venta de ésta más su certificado) está repercutido por un IVA del 21 por ciento.

Lo que no aclara la noticia es si ese plano con certificado el autor y el galerista pueden venderlo en tantas ocasiones como quieran o si, como los grabados, de los que se reproducen una serie limitada, sólo pueden colocarlo unas pocas veces. ¿A cuántos artistas nuevos puede nombrar un artista consagrado? ¿Es que para ser artista con papeles basta con tener 100.000 euros? ¿Es que, como sugiere el título de la obra, el juego infantil del arte actual, un juego de dibujos animados, se ha convertido en una persecución entre el gato de los valores estéticos y sociales y el ratón de la imaginación, las ideas geniales y las metáforas? ¿Cuántas ratoneras con certificado de calidad artística habrá ahora en la casa de los coleccionistas millonarios? ¿Podremos los que no tenemos dinero ni nos gusta el bricolaje fabricarnos una ratonera, digamos, a medio camino entre el arte del artista y el oficio del albañil sin miedo a ser denunciados como si hubiéramos pirateado películas, discos o libros por internet?

Juan Muñoz fue un artista maravilloso fallecido prematuramente a los 48 años. Sus hombrecitos sonrientes de un metro aproximadamente con rasgos orientales que le salen al paso a uno en numerosos museos cuentan historias, una diferente cada vez aunque ellos sigan siendo los mismos, nos hablan de lo que somos, conversan con nosotros y, a pesar de estar hechos de papel maché, resina o bronce, nos escuchan con atención, sosiego y empatía. Quien sepa esto también intuye que esa ratonera no vende arte sino vida, la vida verdadera que el arte verdadero ayuda a entender y a desvelar. Lo que uno paga por ello, esos 100.000 euros en los que está tasada esa instalación, es el derecho a saber que, paradójicamente, ni la vida ni el arte tienen precio porque lo esencial, eso hacia lo que apuntan tanto la vida como el arte verdaderos, es impagable. Pero si uno ya lo sabe, entonces ¿para qué pagar nada, por qué pedirle al dinero que abra la caja fuerte del corazón y de la inteligencia?