Está muy bien que elijamos una fecha del calendario para celebrar el Día de Andalucía, que los representantes políticos congreguen a los periodistas frente a un busto de Blas Infante y pronuncien allí, con voz solemne, cuatro frases escritas por otro acerca de los valores milenarios de esta tierra y sus entrañables gentes. Está bien, aunque no se acaba de entender que las comunidades autónomas hayan de tener un día propio que luego sirve para no ir a trabajar, ni se comprende por qué un mediocre pensador sin interés alguno ha terminado por convertirse en símbolo institutional de la región.

Supongo que estos ritos sólo cobran sentido en un contexto más amplio, a saber: la búsqueda desesperada de las distintas regiones españolas por convertirse en naciones de bolsillo, rivalizando con los llamados nacionalismos históricos para que nadie se sienta ofendido, ni carezca de una patria chica por la que rasgarse las vestiduras si un político catalán pone en cuestión el PER o dice que somos unos vagos.

Está muy bien, en definitiva, que un día al año chapoteemos felizmente en la tautología y salgamos a proclamar que somos andaluces y estamos orgullosos de haber nacido donde hemos nacido y estar donde estamos. Sin embargo, quizá estos juegos florales, con toda su pompa vacía, nos distraigan de una realidad mucho menos agradable, una realidad que no cabe en las cómodas abstracciones del discurso oficial ni en la complacencia folclórica de quienes se dan golpes en el pecho para demostrar su andalucismo. Y esa realidad es que empieza a poder decirse de Andalucía aquello que solía decirse de Brasil: que es la región del futuro y siempre lo será. Porque por debajo de la bandera, del himno y del símbolo omnipresente de la Junta de Andalucía, nos encontramos una sociedad fracasada que ni siquiera es consciente de serlo y, por esa misma razón, no pone los medios necesarios para salir de una postración histórica que no es, aunque lo parezca, un destino inevitable.

Habría que preguntarse si hay alguna estadística oficial en la que Andalucía no ocupe el último lugar. Se diría que no, tales son los abismos en los que nos hemos acostumbrado a vivir en capítulos tan dispares como los índices de lectura, el grado de información política o el conocimiento de lenguas extranjeras. Naturalmente, mención aparte merece una tasa de desempleo digna de la Bulgaria de los años setenta. Sí, malvivimos, principalmente gracias a una industria cuya razón de ser no es precisamente mérito nuestro: aquí hace buen tiempo. Pero también luce el sol en California y allí hacen algo más que explotar esa bendición natural. Ni que decir tiene que la crisis económica ha puesto aún más claramente de manifiesto la ausencia de industrias con valor añadido en nuestra región, provocando un éxodo juvenil cuyas consecuencias pagaremos durante décadas.

Pero, ¿cómo reacciona el andaluz ante esta triste realidad? Mayormente, se va a la playa. Y cuando no lo hace, decide que la culpa no es suya ni de sus decisiones, sino que corresponde a la austeridad de Angela Merkel o a la perfidia del capitalismo internacional, así, a lo grande, como si todavía viviéramos en los años setenta y la alternativa socialista no hubiese descarrilado espectacularmente. Para el andaluz, no son razones políticas y sociales las que explican el subdesarrollo relativo de nuestra región, ni hay responsabilidades que puedan reclamarse, ni alternativas posibles a un modo de hacer las cosas que no ha funcionado ni puede funcionar. Sucede que los intereses creados son muchos y muy arraigados, que las redes clientelares son muy densas, que desmantelar un chiringuito extractivo que lleva décadas en pie cuesta mucho trabajo: sobre todo, a quienes se benefician del mismo.

Podemos seguir lamentándonos y eso es lo que haremos. O firmaremos absurdos Pactos por Andalucía cuyo nombre es ya índice de inanidad. Pero ninguna sociedad ha progresado jamás por ese camino. La fórmula es muy sencilla: menos burocracia, menos subvenciones, menos intervencionismo; más rigor, rendición de cuentas y transparencia. ¿O es que no puede funcionar aquí lo que ha funcionado en Finlandia o Nueva Zelanda?

Desde luego, es difícil cambiar una sociedad. Pero es imposible si esa sociedad no quiere cambiar.

*Manuel Arias Maldonado es profesor titular de Ciencia Política de la Universidad de Málaga