Yo iba a llamarme María del Carmen. Mi madre me esperaba niña y supongo que la primera de las muchas decepciones que le he dado a lo largo de mi vida fue nacer varón. Sin embargo, puede que eso determinara su forma de educarme. Me enseñó a respetar a las mujeres, a sentirme cerca de su forma de ver el mundo, su manera de ir transformándolo poco a poco, más despacio de lo que nos hubiese convenido. Fue como si a esa ropa azul de emergencia que tuvo que hacer para sustituir la canastilla rosa que había preparado (eran otros tiempos y otras costumbres), le pusiera un lazo color malva que aún llevo prendido.

Por eso me molesta cuando llega el ocho de marzo y nos ponemos sentimentales, quizás hoy un poco más que otras veces porque hace días que llueve y no ver el sol predispone a la murria, pero en seguida se nos pasa, nos quitamos el lazo malva de la solapa y volvemos a dejar las cosas más o menos como han estado siempre.

Probablemente la mayor estupidez que ha cometido el hombre a lo largo de la historia ha sido despreciar el potencial femenino. Si bien es cierto que la raza humana ha logrado llegar muy lejos, no me cabe la menor duda de que hubiese ido muchísimo más allá, y probablemente mucho mejor, si no se hubiera pasado los siglos cercenando la participación de las mujeres. A nadie se le oculta que nuestro avance es más espectacular en lo tecnológico que en lo moral, que nuestras máquinas han prosperado más que nuestras mentes, por mucho que nos duela reconocerlo. Hemos conseguido erradicar graves enfermedades y hacer fáciles trabajos pesadísimos, pero no hemos sido capaces de desterrar la desigualdad y la estupidez que lleva intrínseca.

Es una verdad inamovible, una obviedad, que al mundo le sobra testosterona. Es evidente que todo esto sería más habitable con una mayor dosis de componente femenino, esa forma de lucidez. Si toda la energía que las mujeres han tenido que emplear para superar los obstáculos que tan absurdamente les hemos puesto en el camino se hubiese podido dedicar a tareas más productivas el mundo sería sin duda un lugar mejor.

No sirven de mucho los lazos malva en la solapa si no los prendemos en nuestras mentes para siempre. Hasta que asumamos la lógica de que nadie debe ser inferior en derechos, de que la diferencia nos complementa y de que es estúpido desperdiciar el talento, la inteligencia y la potencia de la mitad de la Humanidad, el mundo seguirá siendo un lugar bastante inhóspito y desapacible, un campo de batalla al borde siempre del desastre.