Sé que no es nada original. De alguna manera forma parte de los humores esenciales del hombre. Incluso antes de la aparición de Carl Jung y la pompa concuspicente del psicoanálisis. Como tantas personas tiznadas y hechas a medias siento un miedo cerval hacia la descomposición de la carne. Ajena y propia, aunque, fundamentalmente propia. Un miedo irracional -ignoro qué miedo puede llegar a ser lógico, más allá de la muerte y de los números primos y de la prosa de Hegel- que siempre se ha intentado domeñar con toda clase de ungüentos espirituales. Recuerdo el poema La Autopsia, de Odiseas Elitis («se encontró que el oro de la raíz del olivo había / decantado en las hojas de su corazón»), en el que hablaba de un muerto con demasiado azul en la sangre. Ahora, además, el asunto se ha complicado. Nada varía en la contemporaneidad, excepto las formas. La vida es puro Parménides, a grandes trazos inmutable. El otro día escuché en el autobús a una pareja que hablaba de Facebook y el anuncio de una muerte cercana. El cuerpo sustituido por la idea del cuerpo, en un puro presente en el que convive el pasado con un cementerio inodoro. Se muere por internet, toda una fantasía platónica, la negación de la carne y de la podredumbre de la carne. Avanzamos por el siglo con una fórmula de progreso que en muchos aspectos es una hinchazón retórica de los movimientos animales. En Anticristo, de Von Trier, la cultura, encarnada por un psiquiatra, Willem Defoe, no puede contener los ríos negros que sobresalen a cada momento de la cabeza de Charlotte Gainsbourg, despedazada por el peso mamífero, imbatible y, en cierta medida, primario de la fecundidad y de la muerte. Gaston Bachelard sostenía que cualquier tipo de imagen literaria está necesariamente empapada en una serie de figuras elementales. Con el miedo probablemente ocurra lo mismo. Tres cosas hay en la vida: el amor, la muerte y las moscas, escribió Monterroso. Luego está el sueño, entendido como potaje de diablos. Pónganse, si pueden, con el cónclave: anoche soñé que había Fumata Blanca y que aparecía en el balcón Rubalcaba. Otra vez Rubalcaba. O peor aún: la ministra Vuitton con piernas de centauro y el bolso a modo de cerbatana. La única parte a largo plazo positiva de esta ruleta rusa de la política europea es su capacidad de reconciliar al hombre con su naturaleza cadavérica; se acabó la utopía del capitalismo, a Bambi también se le hiela la sangre, no necesariamente azul. La selva es enorme y el ser humano débil y aquí se sigue con la hoja de sacrificios modelo Enrique VIII. Arrimen el hombro, dicen, por todos nuestros errores.