Leo las últimas ocurrencias de Cristina Cifuentes y de Kim Jong-Un. Después de tanto y tan variado monarca con tendencia a la hemofilia y al buen jamón me sigue sorprendiendo que haya cosas que dependan a su modo de una señorona rubia y de un tío con papada. Del muchachote de Pyongyang, que dicen que se lo pasa teta con las aventuras de Disney, no se puede esperar otra cosa que un cataclismo en seco y mondongo. Cualquiera de estos días nos levantamos y descubrimos que la vida sigue igual pero que han reventado Omaha y Oklahoma y que una nube de flatulencia química avanza imperturbable por los tejados de la CIA mientras alguien se toma su desayuno campero y pone la foto de Llamazares en el salón. Con Cifuentes, el asunto es comparativamente mucho más aseado, pero también se conduce presa del delirio de principio a fin; digamos que si Kim Jong-Un es el psicópata que amenaza al mundo y calza secretamente zapatillas de ballet, la Cifuentes es una buena y respetada funcionaria de pueblo que de vez en cuando dice una chorrada que hace temblar hasta a las vacas y erizarse la piel de heno al boticario, el maestro y la encargada del mesón. De la palabra, como del cerdo, importa casi todo; incluida la geografía y el lugar de procedencia. No es lo mismo decir que decir a secas ni hacerlo desde una mesa camilla que desde el altoparlante de las noticias de la televisión. Cuando se es delegado del Gobierno y se ostenta un cargo tan lleno de tapices, estampados y cuadros de Zurbarán no se puede hablar con la boca llena; en términos discursivos es como si un cardenal se paseara en chanclas de goma por la Capilla Sixtina o un cirujano operase con aliento a Bourbon y el polo Ralph Lauren iluminado por un lamparón. Y, además, sin que nadie la desacredite, lo que resulta muy grave. Especialmente por el salvajismo de la acusación. Volvamos con ternura a la geografía; si esta señora es capaz de lanzar esos exabruptos frente al micrófono que no dirá cuando esté en su casa y alguien la llame por su nombre de pila y utilice el apócope de Cris. Seguimos alimentando a la España sudorosa y deslenguada, a una pandilla cuajada por la inepcia que es incapaz de aquilatar la grandeza del charco y del sillón. Gente que se arroga el sistema y deja fuera todo lo que le molesta: incluso lo más democrático del mundo, o sea protestar.