Evocación del queso de Ronda, por José Becerra

No son pocos los alimentos que han tenido un tratamiento literario notable relacionados siempre con una ciudad o con una región. Los sabores, las sensaciones olfativas, la atmósfera familiar o social que en determinadas circunstancias envuelve a un autor le lleva a evocar un ambiente, una situación agradable o aciaga del pasado, con una ciudad, un pueblo como fondo, espoleado sus sentimientos con la vista de una fruta o un dulce peculiar. Puede ser una hogaza de pan recién salida del horno (Los Panaderos, Pío Baroja), o una naranja desprendida del árbol (Cañas y Barro, Blasco Ibáñez). El fruto de la vid sirvió a John Steimbeck a titular (Las uvas de la ira), su obra más célebre con el trasfondo de la calamitosa situación económica y social que siguió a la Gran Depresión de 1929.

Marcel Proust resucita el mundo de su infancia (Por el camino de Zwann, primera parte de En busca del tiempo perdido) restituyendo su estancia en Combray por el fenómeno de la memoria involuntaria. ¿ Y cómo logra el autor el artificio? Pues evocando «aquel pedazo de magdalena» que, junto a la taza de té, le ofrecía su tía Leoncia cuando era niño. Escribe Proust : « Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té».

Viene todo lo que antecede a cuento, porque a uno, siendo sólo un aficionado al bien decir escrito, también hace uso de esa memoria involuntaria proustiana, a veces, en la mayor de las inconsciencias y por supuesto sin la maestría del escritor galo para recrear ambientes y equiparar sensaciones.

Hay dos cosas que, esté en pode esté, me recordaron siempre a Ronda, su Tajo grandioso, su coso taurino único, la delicia de su Alameda, el encanto de sus calles estrechas con palacetes señoriales. Una son los bollos de leche de la confitería Harillo y el papel amarillo de su envoltura; y, la otra, el queso. Ver en el «super» de cualquier parte el logotipo de la «Quesería Rondeña» y, luego, paladear el queso en la intimidad del hogar, me hacía revivir el ambiente campestre rondeño; me vienen a la mente el voluptuoso marco de las industrias alimenticias de la comarca, la fragosidad de la Serranía, las quebraduras de sus riscos imposibles y el pacer apacible de rebaños de cabras, atento el mastín alborotador y el paciente cabrero.

Desde ahora tendré que evocar a Ronda sólo con el sabor lejano de los bollos de leche. Me llegó la noticia meses atrás de que Quesería Rondeña cerraba sus puertas; otra industria, la de la madera, ocuparía sus instalaciones.

No sé si el queso de Ronda seguirá en el mercado; puede que otras factorías sigan con la elaboración. Si no es así, habré perdido uno de los elementos evocadores que me llevaban, por esa asociación en la memoria del paladar y sensaciones gustativas de antaño, a envolverme en situaciones y entornos queridos.

El poder de la imaginación no tiene límites, tampoco el del recuerdo, las dos sensaciones andan emparejadas indisolublemente. Se necesita siempre, sin embargo, un estimulante. Esperemos que el sugerente del queso que nos hacía evocar la «ciudad soñada» de la que hablaba Rilke no se haya perdido para siempre.

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