Si los españoles fuéramos finlandeses, además de sustituir el sol por la nieve, cambiaríamos un modelo educativo fracasado por otro que funcionase. Por supuesto, entre los dos países existen diferencias culturales significativas: uno es católico, el otro luterano; uno ha sido mayormente analfabeto a lo largo de la historia, el otro lleva siglos de alfabetización. Uno fue un imperio - con una prolongada decadencia posterior-; el otro, un territorio dominado por suecos y zares rusos. En uno, la geografía -entre el Atlántico y el Mediterráneo- ha favorecido las relaciones comerciales; en el otro, no. Ambos han sido pobres, aunque han logrado incorporarse al mundo desarrollado con apreciable celeridad: España, básicamente, a través del turismo, la construcción y el sector financiero; Finlandia, gracias a la explotación de los recursos naturales, las nuevas tecnologías y una buena formación del capital humano. Los niveles de corrupción política e institucional son distintos, así como los grandes equilibrios macroeconómicos. La sociedad finlandesa se muestra mucho más homogénea que la española en todos los sentidos -una menor diversidad cultural, étnica y económica-, lo cual facilita de entrada la efectiva aplicación de las medidas políticas. Hace cuarenta años, Finlandia distaba de ser el exponente educativo en el que se ha convertido. Al igual que en España, tampoco en su caso se podía hablar con propiedad de una economía del conocimiento y, de hecho, pasaba por ser el vecino pobre de la región. Su historia es la de un gran éxito compartido.

¿Se podría trasladar su experiencia a nuestro país? ¿Se trata de un know-how exportable? No lo sé, pero sin duda las lecciones son abundantes: la relevancia de la etapa 0-6, por ejemplo, menos centrada en la adquisición de habilidades como la lectoescritura que en el desarrollo del gusto por los libros, la creatividad o el control de las emociones. En Finlandia, los niños pasan mucho más tiempo con sus padres gracias a una generosa política de conciliación familiar; acuden con frecuencia a las bibliotecas -una media de hasta siete veces más que aquí- y la calidad de las guarderías resulta indiscutible, con ratios de un profesor por cada cuatro o siete párvulos, según la edad. No sólo esto, en las escuelas se le concede una gran importancia al juego dentro y fuera del aula, así como a la atención precoz de los alumnos con algún tipo de dificultad. Los controles, los exámenes, las pruebas de nivel son obviados hasta la secundaria. La sociedad confía en los maestros y ellos, a su vez, cuentan con el apoyo social. La respetable autonomía de los centros se orienta hacia una mayor flexibilidad curricular. Ningún país es equiparable, pero la clave de la bóveda que sustenta el éxito del sistema es la calidad del profesorado, escogido entre las elites de cada promoción. Si en España los mejores expedientes optan a carreras como Medicina o Ingeniería, en Finlandia la meritocracia llama a la puerta de los maestros.

Estos días hemos sabido que el 86% de los aspirantes a una plaza de docente en la Comunidad de Madrid no aprobó una prueba de conocimiento con preguntas pensadas para alumnos de doce años. La sorna en las redes sociales y en los medios de comunicación fue instantánea. Lo cierto es que juzgar desde fuera, sin conocer la letra pequeña del caso, resulta injusto; pero esta anécdota indica - junto a otros datos, como los resultados del informe PISA o la tasa de fracaso escolar- que algo va rematadamente mal en nuestro plan de enseñanza. España no es Finlandia, ni nunca lo será. La cultura, la sociedad, la estructura socioeconómica son demasiado dispares como para asumir sin más cualquier modelo importado. Da igual, porque -sea lo que sea -la transmisión del saber no funciona en nuestro país. Correctamente, quiero decir. Y ejemplos como los de Finlandia, Corea del Sur o Singapur nos demuestran que existen soluciones. Diferentes en cada caso, conforme con la realidad de cada sitio. Pero existen. Y hay que aplicarlas.